Nuestra pertenencia a la Iglesia Católica y a su comunidad de fieles no debe quedar sin consecuencias prácticas en nuestra vida. Está claro que nuestro ser cristiano no sólo motiva nuestro comportamiento en lo cristiano, sino también enh todos los ámbitos de la vida. Pero podemos preguntarnos: ¿el hecho de pertenecer y ser miembros del Cuerpo de Cristo, con una total sumisión a Él, no supone nuestra caída en un totalitarismo alienante?
La respuesta a esta pregunta debe ser hacer ver la diferencia que hay entre nuestra sumisión a Dios y la sumisión a cualquier otro. El hombre ha sido creado por el Amor de Dios a imagen y semejanza suya y sólo logrará su plena realización si obedece y se somete al plan de Dios sobre él, siendo lo que Dios quiere de nosotros: "sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial"(Mt 5,48), y el camino que nos conduce a este fin es en toda la Escritura la práctica de la caridad y de la justicia. Nadie está excluido de la llamada al Reino y lo que nos exige esta llamada es para todos, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: "Por tanto, a todos resulta claro que todos los fieles de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad"(LG 40). Por ello cada uno deberá ver qué es lo que Dios espera de él y eso es para él una exigencia.
Dios, Tú Absoluto y Supremo, tiene derecho a tener sobre nosotros exigencias absolutas por cuanto éstas nos abren hacia los valores transcendentes en cuya realización está nuestra perfección. En cambio el hombre no puede nunca resolver totalmente los problemas de otro hombre, pues somos todos contingentes y limitados. Por ello es ilícita una sumisión plena u obediencia ciega a otro hombre, aunque se trate de la autoridad eclesiástica.
Con esto no se niega que la obediencia sea una virtud, siempre que sea responsable y no suponga una abdicación de mi conciencia personal. El totalitarismo supone en efecto la renuncia a mi responsabilidad a fin de practicar la obediencia, pero es esta renuncia la que es anticristiana.
En cuanto a los consejos evangélicos, no nos olvidemos que Cristo nos llama amigos (Jn 15,15), y la ley fundamental de la amistad es la libertad recíproca en la iniciativa y en los intercambios. Entre amigos, lo más adecuado es el consejo que respeta la libertad, ayuda a la inteligencia y conlleva un apoyo afectuoso. Si es verdad que la Ley nueva nos pone en relación de amistad con Cristo, podemos suponer que los consejos evangélicos ocupan un lugar de primer plano, y es que cada uno debe encontrar su vocación personal, y por ello los consejos, que por supuesto no se reducen a los tres votos del estado religioso, se dirigen a todos los cristianos comprometidos por la fe en el camino de la amistad con Cristo.
Puesto que la Iglesia forma un todo con Cristo, al igual que un cuerpo con su cabeza, los miembros de Cristo deben encontrar en Él un modelo objetivo de conducta moral: "os dejó un ejemplo para que sigáis sus huellas"(1 P 2,21); "sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo"(1 Cor 11,1); "porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho"(Jn 13,15).
A primera vista parece sencillo: observando como se ha comportado Cristo, tenemos en muchas ocasiones un modelo de comportamiento correcto para circunstancias semejantes. La vida de Cristo fue un servicio por amor (Mc 10,45; 2 Cor 8,9; Flp 2,5-8; Ef 5,2). No olvidemos que nos encontramos ante un hombre verdadero y que este aspecto humano de la persona de Cristo en modo alguno fue anulado por su divinidad. Más aún, conviene recalcar este aspecto de Cristo hombre, puesto que se ha insistido en los últimos siglos demasiado poco sobre ello, presentándose así con frecuencia un retrato de Cristo prácticamente monofisita.
El comportamiento de Cristo hacia nosotros se encuentra resumido en un versículo muy conocido del cuarto Evangelio: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16). Nuestra imitación de Cristo debe llevarnos a buscar a realizar en nuestras acciones el amor de caridad a fin de lograr la vida eterna.
El seguimiento de Cristo significa algo más que dejarse guiar por un líder o maestro fascinante, lo que se ve claramente en las perícopas que nos hablan del seguimiento (Mt 10,38; 16,24-27; Mc 8 34-38; Lc 9,23-26; 14,16-33). El seguimiento supone por nuestra parte una realización de la fe, una conversión religiosa, una decisión en favor del Reino de Dios, un convencimiento que la transformación a mejor del mundo pasa necesariamente por mi propia conversión y transformación.
Queda claro que el contenido de la Moral cristiana no es otro sino el seguimiento de Cristo. Pero este seguimiento no destruye ni disminuye en nada las posibilidades humanas. Cristo ha sido el verdadero, el auténtico y el máximo realizador de todo lo humano. El hecho de proponerle a Él como norma y fundamento de nuestro vivir obedece precisamente a que en Él todas nuestras virtualidades y posibilidades de bien, de justicia, de libertad, de actuar han sido desarrolladas y actuadas al máximo y que lo que Cristo pretende de nosotros es precisamente nuestra realización personal.
P. Pedro Trevijano, sacerdote