El fervor de los defensores de la eutanasia nos resulta chocante al común de los vivientes. Como decía Ramón y Cajal, el propósito de la civilización consiste en obligar a la muerte a hacer cada día más larga antesala delante de nuestra alcoba. Ellos, en cambio, quieren que la de la guadaña espere lo menos posible. La medicina ha conseguido mitigar el dolor de la enfermedad y también el del último inexcusable trance. Sin embargo, los devotos de la eutanasia no se contentan con paliativos. Hablan de sufrimiento psicológico, hacen pasar casos excepcionales por casos corrientes e instigan miedos infundados para llevarnos a contrariar nuestro instinto más arraigado. En Francia, una de esas sectas hace estos días proselitismo con anuncios llamativos. Han metido a Sarkozy en una cama de hospital, dicen que con aspecto moribundo, para que cambie de opinión sobre la eutanasia. Lo que no dicen los pilluelos es qué ha sucedido allí donde se ha legalizado.
Los misioneros de la muerte viven de hacer creer que en nuestros hospitales se deja morir a la gente entre horribles dolores y que sólo la eutanasia les puede ahorrar un final tan espantoso. Es la misma cuerda sensible que se tocó aquí para defender al doctor Montes, si bien, conviene aclarar, lo que se hizo en aquellas Urgencias no fue eutanasia; fue otra cosa. Por lo menos en la teoría, la eutanasia parte de la voluntad del paciente. En teoría, que en la práctica también se ha demostrado otra cosa. Pero la especie de que Montes sólo facilitaba la muerte indolora a unos pacientes que, sin su concurso, habrían fallecido de mala manera, logró propagarse con tal éxito, que Rubalcaba aun se atrevió a mentarlo durante su precampaña. La propaganda es incansable: siempre repite, nunca renuncia.
Los fanáticos de la eutanasia prometen a la gente la perfecta autonomía en el derecho a decidir el momento de su muerte. A eso antes se lo llamaba suicidio, y no estaba entronizado como un derecho; se hacía y punto. Pero los devotos de la cosa propugnan algo mucho más organizado, y es que sea el Estado quien suicide a los que no quieren seguir viviendo. Ello introduce, naturalmente, variables muy perversas. Los numerosos abusos que se cometen allí donde esa práctica es legal no son errores aislados. Son la consecuencia de que el llamado “derecho a morir” transfiere a la administración sanitaria la obligación de dar muerte. Ah, pero ese es justo su gran atractivo, para los que quieren instituirla, claro.
Cristina Losada
Reproducido con permiso. Publicado originalmente en Libertad Digital.