«Participé en el reality show America’s Next Top Model, ciclo 3. Aunque educada como católica, mi vida pasó por momentos de confusión, sobre todo en medio de esta cultura pop en que vivimos. Tuve, por ello, un letargo espiritual durante diez años... hasta el momento en que un cambio de vida, o debo decir conversión, lo hizo todo diferente. Y desde entonces nada ha sido igual».
Leer un párrafo así, y escrito por una chica tan guapa como Leah Darrow, hace que a uno le entren ganas de saltar de felicidad. Sobre todo por el hecho de que quien lo escribe haya podido salir de los estereotipos que nuestra actual civilización quiere imponer a las mujeres y pueda volver a caminar con libertad su propia vida.
¿No las has visto? Son las chicas-Dolce&Gabanna, las de las piernas al viento, las que han decidido abrir su corazón al mundo y cerrarlo a las personas, las de la píldora del día después (léase: las del no-compromiso en el amor). Aunque también están las feministas más radicales, aquellas que ven a los hijos como una peste a evitar, las que borran de su universo cualquier sabor a lo típicamente femenino por considerarlo “degradante” en comparación al hombre. Y me pregunto qué tan mujeres son realmente uno y otro grupo...
Tengo una teoría que he podido confirmar a lo largo de mi vida: las mujeres salvarán al mundo. Supongo que más de un lector levantará una ceja de estupefacción ante un comentario así. Pero lo afirmo con cada una de sus letras: sin el genio femenino, nuestra civilización pierde su norte en lo más esencial. Así lo recordaba el premio Nobel de Literatura Singrid Undset: «La tarea específica de las mujeres en épocas de cambio es procurar que no sean olvidados los componentes naturales de la sociedad: los seres humanos».
Permítanme, a modo de ilustración, contar una anécdota que creo puede jugar en mi favor.
Un amigo sacerdote fue destinado durante un verano a trabajar en Kazajistán, país que, en ese momento, empezaba a saborear su independencia. Al llegar ahí, se dio cuenta de la escasez de sacerdotes y de la grandeza de la misión en ese país. De hecho, pudo visitar lugares que no habían sido evangelizados nunca, el sueño de todo misionero.
Un día acompañó a otro sacerdote, un polaco, a celebrar la misa en un pueblo. Se trataba de una localidad perdida y pensaban que no serían recibidos sino por algún despistado. De hecho, a unos pocos metros antes de llegar al pueblo, un policía detuvo el coche y les obligó a bajarse y a montar un burro: «Tienen que entrar así». Sin entender lo que de verdad estaba sucediendo, se subieron a los lomos de los jumentos. Al llegar al área de la localidad, su estupefacción fue mayor cuando comprobaron que toda la gente salía a recibirlos con palmas y flores, recibiendo al primer sacerdote de su historia.
El gentío los condujo hacia el centro del pueblo, a la plaza principal. Ahí, sentada en una silla, una anciana los miraba sonriente. Le ayudaron a levantarse y cuando tuvo a los sacerdotes delante de ellos, se arrodilló y dijo: «¡Bienvenido, Jesucristo!». El sacerdote polaco pensó que a la pobre mujer le fallaba ya el quinto piso y, benévolo, le respondió que no era Jesucristo, sino un ser humano como ella. La viejecita volvió a responder: «No, padre. Usted es Jesucristo para nosotros, pues nos trae, por primera vez, la Eucaristía».
Indagaron quién era esa buena señora. Lo que averiguaron les dejó atónitos: esa viejecilla había enseñado el catecismo a todo ese pueblo durante el tiempo del comunismo ateo de la Unión Soviética. Sin la posibilidad de tener sacerdotes, fue gracias a ella que todos ahí profesaban la fe católica.
Hubiese dado cualquier cosa por conocer a esa viejecilla. Y no sé ustedes, pero ¡cómo echo de menos mujeres así en nuestra civilización occidental! No que nos las haya, pero ¡son ya tan pocas! Mujeres valientes, que van contracorriente, que saben poner prioridades en sus vidas, que su amor es auténtico. Estoy convencido que el mayor mal que se ha hecho a la humanidad ha sido una mal entendida liberalización de la mujer, en donde nos han robado a las madres de familia, a las educadoras de los valores más elementales, a las novias fieles y alegres a la vez, a las chicas entusiastas pero que saben vivir con modestia, a las esposas que reparten amor a manos llenas. Y los hombres, al no tener esa columna, es como más fácilmente caen a su vez en sus propios males; esos que, tantas veces, las mismas mujeres les achacan.
Y subrayo que no me parece mal que la mujer trabaje y se realice también fuera del ámbito del hogar. Pero también sostengo que la principal labor de la mujer, aquella que le hace más mujer y le llena más profundamente, es el ser madre y educadora. En un impresionante artículo titulado Feminists Don't Respect Women; the Catholic Church Does, Jennifer Fulwiler, una atea feminista convertida al catolicismo, afirma:
«El último momento que pude considerarme feminista fue cuando vi por primera vez el ultrasonido de mi segundo embarazo. El bebé tenía 19 semanas y descubrimos que era una niña. La vi patear con sus piernas y tocarse la cara; todos nos reímos cuando dejó escapar un gran bostezo. […] Pero un escalofrío recorrió mi espalda cuando me di cuenta de que la visión feminista del mundo […] decía que esta joven mujer no tenía derechos; de hecho, de acuerdo con mi propia visión del mundo, mi hija era un sub-humano. A pesar de que aún no era católica, rechacé el feminismo dominante para siempre en ese momento».
Mons. Fulton Sheen ha delineado con su precisión de siempre el ideal de toda civilización. Yo pegaría este párrafo a la entrada de cualquier sede de gobierno:
«El nivel de una civilización se mide en gran medida en el nivel de sus mujeres. Cuando un hombre ama a una mujer, tiene que ser digno de ella. Cuanto mayor sea la virtud de ella, mayor su carácter, más fiel a la verdad, la justicia, la bondad, mucho más un hombre debe aspirar a ser digno de ella. La historia de la civilización en realidad podría ser escrita en términos del nivel de sus mujeres».
¿Qué historia estamos escribiendo nosotros hoy? Por favor, queremos a las mujeres de vuelta. El mundo necesita de ellas, pues sólo se salvará si es, profunda y realmente, femenino.
P. Juan Antonio Ruiz, LC