El 2 de febrero celebra la Iglesia la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo en brazos de su madre María, a los 40 días del nacimiento de Jesús. María lleva en sus manos la “luz de las gentes”, Cristo el Señor. Por eso, es llamada la Candelaria, porque lleva en sus manos al que viene a ser la luz del mundo. Y lo lleva al Templo para consagrarlo al Señor, según la Ley de Moisés. Es un acto de ofrenda de la vida del Hijo, que se realiza en brazos de su Madre, por la mediación de María santísima.
Coincidiendo con esta fecha celebramos también la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Este año con el lema: “Ven y sígueme” (Mc 10,21), como un eco de la Jornada Mundial de la Juventud, en la que tantos jóvenes –chicos y chicas- han sentido la llamada del Señor para seguirle consagrando su vida entera. La vida consagrada es una prolongación del bautismo, por el que hemos sido hechos criaturas nuevas. La vida adquiere sentido en la ofrenda de sí mismo, y en la vida consagrada adquiere una perfección muy especial. También hoy Dios sigue llamando a este tipo de vida, que tanto bien hace a la Iglesia y a la sociedad.
Desde el comienzo de la Iglesia ha existido la vida consagrada, es decir, el seguimiento de Cristo en el radicalismo evangélico de la obediencia, la virginidad y la pobreza. Jesús llamó a los Doce para seguirle y los constituyó Apóstoles. Y ellos, dejándolo todo, le siguieron. Esa es la “vida apostólica”. Ahí tenemos la primera llamada, a la que seguirán tantísimas otras, con formas diferentes de seguimiento. En definitiva, se trata de ser discípulos de Aquel que nos ha llamado a seguirle. Y en la vida consagrada este seguimiento adquiere tono de totalidad y de exclusividad. Seguir a Jesús con toda la vida, con todas las fuerzas, para bien de su Iglesia en el servicio a los hermanos.
Damos gracias a Dios por la vida contemplativa de tantas mujeres y hombres en nuestra diócesis y en toda la Iglesia, en los distintos monasterios. La vida contemplativa nos está recordando que “sólo Dios basta”, y que vale la pena dejarlo todo para vivir en su Casa alabándole siempre, día y noche. Los monjes y monjas viven retirados del mundo para recordarnos a todos la necesidad que tenemos de Dios. Ellos al mismo tiempo ofrecen en sus comunidades espacios de silencio y de retiro para acoger a los que buscan a Dios y pueden encontrarlo en el retiro de la oración. Cuánto bien nos hacen los contemplativos. Inútiles a los ojos del mundo, son como un pulmón que da oxígeno a nuestra generación. Muchos jóvenes hoy sienten esta fuerte llamada, que todos hemos de favorecer para gloria de Dios y bien de la Iglesia.
Damos gracias a Dios por todos los hombres y mujeres que viven en la vida religiosa. Mediante la consagración a Dios, se entregan de por vida a obras de caridad, apostolado, enseñanza. Son como un ejército de amor que llena el jardín de la Iglesia con sus mejores aromas. ¡Cuántos carismas ha suscitado el Espíritu para servir a los hermanos, en el seguimiento radical de Cristo! Nuestra diócesis de Córdoba es especialmente afortunada con la presencia de tantas formas de vida religiosa, que expanden el buen olor de Cristo.
También damos gracias a Dios por las Sociedades de Vida apostólica, por los Institutos Seculares, por las Vírgenes Consagradas y por las Nuevas Formas de Vida Consagrada. Permaneciendo en el mundo, están consagrados a Dios, para transformar el mundo desde dentro.
Dios sigue llamando. En nuestra diócesis continúa habiendo jóvenes que reciben esta llamada, que entre todos hemos de cultivar y hacer madurar en un clima de fe. Damos gracias a Dios por la vida consagrada en todas sus formas, y que constituyen en la Iglesia como un reclamo para que todos los fieles sigamos la llamada del Señor a la santidad. En la nueva evangelización, los consagrados tienen un papel insustituible. Apoyemos todos esta forma de vida, que Jesús eligió para sí y para su Madre bendita.
Con mi afecto y bendición,
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba