La vocación consagrada es un carisma, una gracia, un don particular de Dios, pero que exige una gran generosidad, madurez, entrega y disponibilidad. Esta vocación tiende a realizar el valor religioso, pero no es un fin en sí misma, sino que tiende a realizar el amor a Jesús y el reino de Dios.
Ya desde el momento de la admisión de los jóvenes al seminario o noviciado hay que verificar atentamente su idoneidad para vivir el celibato de manera que lleguen, antes de la ordenación o profesión religiosa, a una certeza moral sobre su madurez afectiva y sexual. No deben ser admitidos al sacerdocio o a la vida religiosa aquellos homosexuales, lo mismo que los heterosexuales, que sean incapaces de vivir la opción celibataria, o para quienes su vocación sea sólo un medio de realizar su aspiración homosexual, así como aquéllos para quienes sea un refugio donde vivir su angelismo y pasividad, es decir todos los que no tengan ideales vocacionales suficientemente seguros y una personalidad en general bastante sólida como para dar bien fundadas esperanzas de perseverancia y efectividad como célibes consagrados.
Debemos recordar que sólo lo que es verdadero puede finalmente ser también pastoral, por lo que no hay que aceptar para el sacerdocio a aquéllos que no están de acuerdo con la Moral Sexual de la Iglesia, especialmente si intentan subvertirla, pero incluso si tienen una postura ambigua frente a ella, no sólo por esta no aceptación, absolutamente inaceptable si son o van a ser los representantes oficiales de la Iglesia, sino también porque además hay una clara relación entre este rechazo y los comportamientos sexuales activos, porque es una autojustificación y carecen así de una importante defensa contra las tentaciones.
La existencia de un pasado de prácticas homosexuales (no algunos problemas de infancia o pubertad) debe apartar del sacerdocio, pues es difícil no recaer. Igualmente, ha de tenerse mucho cuidado con aquéllos cuya conciencia no se ve inquietada por problemas sexuales, pues suele ser señal clara de inmadurez.
El canon 1395 prevé incluso la expulsión del estado clerical, no sólo para los que cometen abusos sexuales con menores, sino también para los sacerdotes concubinos o que han mantenido o mantienen relaciones sexuales indebidas.
En Abril de 2002, ante los escándalos de homosexualidad y pedofilia habidos en Estados Unidos, Juan Pablo II invitó a los obispos, a cortar de raíz los graves abusos y pecados en materia de sexualidad. Como consecuencia de ello se ha alejado del ministerio sacerdotal a bastantes sacerdotes que habían mantenido relaciones sexuales indebidas.
Es indiscutible que este escándalo exige tomar medidas más eficaces para evaluar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio, pues es ahí donde radica el fundamento del problema. Por ello la Congregación para la Educación Católica publicó en Noviembre del 2005 una Instrucción en la que decía:
“La Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay”; “si se tratase en cambio, de tendencias homosexuales que fuesen sólo la expresión de un problema transitorio, como, por ejemplo, el de una adolescencia todavía no terminada, ésas deberán ser claramente superadas al menos tres años antes de la Ordenación diaconal”.
Esto no significa que los homosexuales no estén llamados a la vocación cristiana de seguimiento de Jesús, ni que no deban aspirar a vivir según los ideales evangélicos. Una persona homosexual que busca seguir al Señor, está llamada a realizar la voluntad del Señor en su vida, uniendo al sacrificio de la cruz del Señor, todo sufrimiento y dificultad que pueda experimentar a causa de su condición. Pero esto no es exclusivo de los homosexuales, sino que es la vía de la salvación para toda persona que quiere seguir a Cristo, porque como nos dice San Pablo: “los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con las pasiones y los deseos” (Gálatas 5,24), si bien la consecuencia de un vivir así son los frutos del Espíritu Santo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gál 5, 22-23).
Pedro Trevijano, sacerdote