Impacta escuchar tan directamente esta palabra en la liturgia de este domingo. Parece dirigida especialmente a nuestro tiempo, donde la incitación a la fornicación es continua en los medios de comunicación, en el cine, en la TV, incluso hasta en algunas escuelas de secundaria, dentro de los programas escolares.
San Pablo se dirige a los corintios, una ciudad portuaria donde había de todo, también de lo malo. En el imperio romano, la honestidad y la castidad fue decayendo y las costumbres entre los jóvenes y adolescentes eran en ciertos ambientes, sobre todo deportivos, una depravación. San Pablo se dirige directamente a los jóvenes y les exhorta: “Huid de la fornicación”, y les da una razón de peso: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo…que habita en vosotros? No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros” (1Co 6,20). Precisamente, una de las ideas que hoy más se gritan con ansia de libertad es la contraía: “Yo soy mía/mío, y con mi cuerpo hago lo que quiero”.
El Evangelio de Jesucristo tiene repercusiones en todos los ámbitos de la persona, también en el campo de la sexualidad. La sexualidad humana vista con ojos limpios es el lenguaje y la expresión del amor verdadero, de un amor que no busca sólo su interés y su satisfacción, sino que es donación, entrega. Un amor que busca la felicidad del otro y que está dispuesto al sacrificio y a la renuncia. Un amor que tiene su ámbito y su cauce en el matrimonio estable y bendecido por Dios.
La castidad es la virtud que educa la sexualidad, haciéndola humana y sacándola de su más brutal animalidad. Cuando la sexualidad está bien encauzada, la persona vive en armonía consigo misma y en armonía con los demás, evitando toda provocación o violencia. La castidad viene protegida por el pudor. Cuando la sexualidad está desorganizada es como una bomba de mano, que puede explotar en cualquier momento y herir al que la lleva consigo. Y esto sea dicho para todos los estados de vida: para la persona soltera, en la que no hay lugar para el ejercicio de la sexualidad, para la persona casada, que ha de saber administrar sus impulsos en aras del amor auténtico, para la persona consagrada, que vive su sexualidad sublimada en un amor más puro y oblativo.
“Huid de la fornicación”, nos dice san Pablo. Me ha llamado la atención un libro publicado estos días, en el que una candidata a miss Venezuela explica su experiencia reciente con un título que lo dice todo: “Virgen a los treinta”. Precisamente no alcanzó el título al que se presentaba por no aceptar la propuesta de la fornicación, que al parecer era una condición (no escrita) del concurso. En ella se ha cumplido esta palabra de san Pablo. Y el libro se ha convertido en bestseller (el más vendido) entre los jóvenes y las jóvenes de su entorno, de nuestro tiempo.
Es posible llegar virgen al matrimonio, aunque el ambiente no sea favorable.
Es posible vivir una consagración total, de alma y cuerpo, al Señor como una ofrenda al Señor que beneficia a los demás.
Es posible ser fiel al propio marido, a la propia mujer. Más aún, a eso invita la Palabra de Dios en este domingo, huyendo de la fornicación. Y la Palabra de Dios tiene fuerza para que se cumpla en nuestras vidas.
“Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo…glorificad a Dios con vuestro cuerpo!” Damos gloria a Dios no sólo con nuestros buenos pensamientos y deseos, con nuestra voluntad que busca someterse a la voluntad divina, purificando continuamente la intención. Damos gloria a Dios también con nuestro cuerpo. Dios nos ha amado también corporalmente, al hacerse carne el Hijo de Dios. El cristianismo es la religión de la redención de nuestra carne. Nuestro amor a Dios, a Jesucristo, pasa por nuestro cuerpo. La gracia de Dios es capaz de organizar nuestra sexualidad humana y hacerla progresivamente capaz de expresar el amor más auténtico, el único que hace feliz a toda persona humana.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba