El secularismo combativo, que de alguna manera padecemos, ha penetrado en todos nosotros: obispos, sacerdotes, consagrados y laicos como una lluvia ácida que esteriliza cuanto toca. Nos sucede como al que no es fumador pero permanece largo tiempo en una sala de muchos fumadores. Al final, aunque no fume, su ropa huele a humo y él está contaminado, se ha convertido en ‘fumador pasivo’ con todos los riesgos que esto lleva consigo. La cultura secularizada, relativista y hedonista en la que vivimos nos ha conducido, casi sin darnos cuenta, a vivir una fe debilitada, como avergonzada. Hemos perdido capacidad evangelizadora, nos sobra mediocridad y nos falta aspirar seriamente a la santidad. Ocultamos nuestra fe silenciando nuestro enfoque específico de las grandes realidades humanas, nos ‘autocensuramos’ y practicamos una especie de ‘elipsis’ del discurso cristiano para acomodarnos a una cultura secularista que pretender ser la cultura civil, razonable y viable para el hombre de hoy.
Poco a poco han ido calando en nosotros los ‘dogmas’ del secularismo y del relativismo que padecemos y que yo formularía así: los católicos
- Sois pocos y sois los últimos.
- Sois viejos. Los jóvenes ya no están con vosotros
- Sois aburridos
- No tenéis nada que aportar a la sociedad. Pasó vuestro tiempo.
Ahora bien, esta situación de algún modo se ha venido abajo y ha aparecido visiblemente en la Jornada Mundial de la Juventud, aunque no sea su única manifestación. Sin Palabras, pero con hechos y con imágenes se ha podido constatar que:
- Los católicos somos muchos y el cristianismo tiene vigor. La Jornada Mundial de la Juventud ha sido un encuentro de una multitud de jóvenes de todo el mundo, manifestando su fe sin complejo alguno.
- Los católicos, muchos de ellos, son jóvenes. 2 millones de participantes y seguro que de cada diócesis podía haber participado el doble o el triple.
- Los católicos somos sanamente alegres. Las calles de Madrid fueron testigos de ello y muchos de los que transitamos por ellas podemos anunciarlo llenos de gozo.
- Los católicos tenemos un Evangelio capaz de transformar a las personas y a la sociedad. Los mensajes que fue desgranando en sucesivas intervenciones el Papa Benedicto XVI son bien elocuentes. Y los jóvenes los acogieron con aplausos. Ahora lo reflexionan dispuestos a llevarlos a la práctica.
“El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa –ha dicho Benedicto XVI- es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces.”[1].
Podemos enumerar algunos quehaceres más urgentes para vivir una fe viva con fuerza real para transformar al hombre y a la sociedad de hoy:
1º. Recuperar el entusiasmo. No podemos conformarnos con mewdianías y mediocridades. En el relativismo que predomina en la cultura actual no encuentra cimientos sólidos para anclar la fidelidad ni se encuentran razones suficientes para trabajar con entusiasmo por Dios y por los hermanos. Hace falta un suplemento de audacia evangélica para pasar del cansancio y la resignación al entusiasmo creativo. Ahora bien, el entusiasmo del que hablamos viene como la etimología de la palabra lo dice (en-theós = tener a Dios dentro), de una vida espiritual intensa. No podemos hablar de Dios con capacidad de convencer a los demás si no hablamos previamente mucho con Dios. Necesitamos recuperar entusiasmo apostólico, convencimiento de la urgencia de anunciar explícitamente a Jesucristo, nuestro ‘tesoro’, nuestra ‘perla preciosa’.
2º. Vivir la alegría de la fe. Hemos de vivir el seguimiento de Jesús con gozo, convicción e ilusión. Sólo el encuentro con Jesucristo vivo y resucitado puede colmar nuestros desfondamientos, responder a nuestras incertidumbres, curar nuestras heridas, robustecer nuestra fe, y alentar nuestra esperanza hoy muy probada haciéndonos creíbles mediante el ejercicio de la caridad. "No basta deplorar y denunciar las fealdades del mundo, ha escrito el cardenal Martini. No basta tampoco, en nuestra época desencantada, hablar de injusticia, de deberes, de bien común, de programas pastorales, de exigencias evangélicas. Es preciso hablar con un corazón cargado de amor compasivo, experimentando la caridad que da con alegría y suscita con entusiasmo; es preciso irradiar la belleza de lo que es verdadero y justo en la vida, porque sólo esta belleza arrebata de verdad los corazones y los dirige a Dios. En resumidas cuentas, es necesario hacer comprender lo que Pedro entendió ante Jesús transfigurado: "Señor, qué bien estamos aquí" (Mt 17,4); y lo que Pablo, citando a Isaías (52,7), sentía ante la tarea de anunciar el Evangelio: "¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian buenas noticias!" (Rom 10,15)"[2].
3º. Vivir fuertemente la comunión eclesial. A veces algunos medios de comunicación presentan una imagen de la Iglesia superficial, fijada en los aspectos organizativos, sociales, culturales, políticos e ideológicos; en ocasiones es incluso deformada, contrahecha e injusta. La Iglesia es como las vidrieras de una hermosa Catedral. Sólo nos muestran su belleza desde el interior, cuando son iluminadas por el sol. Sólo viendo a la Iglesia a la luz de la fe entendemos lo que verdaderamente es. La Iglesia no es una cárcel, sino un hogar; es una familia de hermanos en la fe, la esperanza y el amor, fermento de paz y de concordia, casa abierta a todos los hombres de cualquier raza, pueblo y cultura. No es una organización de poder, sino una comunidad instrumento de salvación. Su realidad más profunda es que nos anuncia y nos comunica a Jesucristo vivo y resucitado. Ella es una casa habitada por el Espíritu. La Iglesia vive porque Jesucristo está vivo en ella. Por todo esto nuestra comunión con la Iglesia ha de ser cordial y efectiva, respetuosa y, sobre todo, agradecida.
+Manuel Sánchez Monge, Obispo de Mondoñedo-Ferrol
[1] BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22.12.2011
[2] C. M. MARTINI, ¿Qué belleza salvará el mundo?, Verbo Divino, Estella 2000, 13-14.