El tiempo de Adviento es tiempo de especial intervención del Espíritu Santo. Mediante el Adviento la Iglesia nos propone pensar, meditar y asumir de forma comprometida el Acontecimiento: la Segunda Persona de Dios se hace uno más de nosotros en la humildad de Belén. De esta realidad debieran surgir dos acontecimientos en cada uno de nosotros: la conversión, esto es, asumir que realmente somos cristianos, seguidores de Jesucristo; y, la evangelización, a la que estamos todos llamados por el bautismo. Conversión y evangelización se unen en “Dar Testimonio”.
¿Pero qué significa dar testimonio? Yo lo resumo de la siguiente manera: que Dios ha plantado su tienda entre nosotros con su nacimiento en Belén de Judá. En eso consiste –resumidamente- toda la actividad de la Iglesia.
Deberíamos intentar realizar esto en nuestros pequeños-grandes mundos personales, familiares, laborales, sociales; mediante nuestras acciones diarias, haciéndolo todo con amor y por amor: si hablamos que sea con y por amor, si corregimos que sea con y por amor, sin enseñamos que sea con y por amor, si callamos que sea con y por amor. Hacer todo a imitación de Jesucristo, con y por amor. Porque la verdad cristiana se testifica por su potencia para configurar y ofrecer el don de uno mismo, en su misterio y en su dolor -como Jesús, de Belén a la Cruz-; en coherencia, sencillez, alegría y valentía. Y llevar así el nombre de Jesucristo.
En esta Misión se insertan los llamados nuevos movimientos llevados por el Espíritu Santo. En su primera carta a los tesalonicenses san Pablo exhorta a que “no extingáis los carismas” (1Tes5,19). Esta frase de san Pablo sigue siendo actual. Mediante los nuevos carismas que se están propagando por toda la tierra, una vez más el Espíritu Santo interviene activamente en la Historia de la Iglesia y de la Humanidad. Los laicos quedan, así, colocados en el corazón del mundo –llamados especialmente a imitar a Jesucristo en Belén, hecho corazón del mundo- a fin de que el resplandor de la Verdad siga llegando a todos los hombres.
Ante una sociedad que huye alocadamente de Dios, esta misión sólo es posible –como diría Juan Pablo II- si los fieles laicos saben superar en sí mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su cotidiana actividad en la familia, en el trabajo y en la sociedad; la unidad de vida que encuentra en el Evangelio inspiración y fuerza para realizarse con plenitud (exhort. apost. Christifideles laici, n. 34) en fidelidad al sucesor de Pedro, a la Doctrina y al Magisterio.
Por lo tanto conversión y evangelización van unidas y son inseparables. Y esta Misión, si bien es difícil, no es imposible porque contamos con la ayuda del Espíritu Santo. Es así como la Iglesia Católica seguirá teniendo la fuerza y valentía suficientes para salir al mundo y dar testimonio con todas las consecuencias.
Antonio R. Peña