La conciencia moral es la intuición que cada uno tiene de la bondad o malicia de las acciones propias. La única moralidad de un acto para una persona concreta es la moralidad que le indica su conciencia, indicación que constituye el llamado juicio de la conciencia. La conciencia es verdadera, si está de acuerdo con la norma objetiva moral; errónea, si por cualquier causa el juicio es disconforme con la norma objetiva. Si este juicio erróneo no se tiene conciencia de su falsedad, se llama invenciblemente erróneo, y en este caso el juicio práctico obliga moralmente. Son por tanto conciencia recta, es decir como debe ser, tanto la conciencia verdadera como la invenciblemente errónea. Pero es indiscutible que la conciencia errónea significa el estar objetivamente actuando falsamente, y por tanto de un modo cuyas consecuencias sociales son negativas e incluso pueden ser desastrosas.
El juicio moral erróneo puede ser venciblemente erróneo si el fallo es voluntario o se tiene una cierta conciencia de su falsedad. Aunque la conciencia sea el último criterio de moralidad, es indudable que tengo la obligación, si quiero actuar con rectitud, de tratar de hacer la voluntad de Dios o lo que pienso es objetivamente el bien, pues no se trata de hacer lo que quiero, sino de seguir el principio moral de hacer el bien y evitar el mal.
Sobre lo que en realidad significa la conciencia errónea nos lo explica muy bien el entonces cardenal J. Ratzinger en el libro “Ser cristiano en la era neopagana”, cuando comenta el texto evangélico de Lc 18,9-14, es decir la parábola del fariseo y del publicano. Nos dice: “Si el publicano, con todos sus innegables pecados, es más justificable ante Dios que el fariseo con todas sus obras verdaderamente buenas (Lc 18,9-14), esto sucede no porque los pecados del publicano dejen de ser verdaderamente pecados y las buenas obras del fariseo, buenas obras. Esto no significa de ningún modo que el bien que hace el hombre no sea bien ante Dios y que el mal no sea mal ante Él y que ni siquiera no sea esto tan importante. La verdadera razón de este juicio tan paradójico de Dios se entiende precisamente a partir de nuestra cuestión: el fariseo ya no sabe que también él tiene culpas. Está completamente en paz con su conciencia. Pero este silencio de la conciencia le hace impenetrable para Dios y para los hombres. En cambio el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, hace que sea capaz de verdad y de amor. Por esto Jesús puede obrar con éxito en los pecadores, porque éstos no se han vuelto impermeables, escudándose en una conciencia errónea, a esa conversión que Dios espera de ellos, así como de cada uno de nosotros. Él, en cambio, no puede tener éxito con los “justos”, precisamente porque a ellos les parece que no tienen necesidad de perdón o de conversión”.
En muchas ocasiones, bastantes de nosotros hemos realizado la oración del fariseo creyéndonos alguien en lo espiritual y prescindiendo de Dios. Jesús ha aceptado ese desafío y se ha retirado, aunque no muy lejos, de nosotros, y cuando al poco tiempo nos hemos equivocado, dado cuenta de nuestra equivocación y pedido auxilio, Él está cerca y siempre dispuesto a socorrernos, pero al mismo tiempo nos recuerda que nuestra fuerza no está en nosotros, sino en Él.
En cambio, lo que hace el fariseo y, con relativa frecuencia, el poseedor de una conciencia errónea, es no buscar a Dios y quedarse con la falsa tranquilidad de su conciencia equivocada que le puede llevar a gravísimos errores, como nos recuerda Ratzinger en su libro ya citado: “Quien no es capaz de reconocer que matar es pecado, ha caído más bajo que quien todavía puede reconocer la maldad de su comportamiento, ya que se ha alejado mucho más de la verdad y de la conversión. No por nada en el encuentro con Jesús, quien se autojustifica aparece como el que verdaderamente está perdido”. Sobre este asunto dice San Pablo: “El Espíritu dice expresamente que en los últimos tiempos algunos se alejarán de la fe por prestar oídos a espíritus embaucadores y a enseñanzas de demonios, inducidos por la hipocresía de unos mentirosos, que tienen cauterizada su propia conciencia” (1 Tim 4,1-2).
Cuando leí estas líneas no pude por menos de pensar en aquéllos que en crímenes tan claros como el aborto y la eutanasia, han llevado su conciencia a un grado de degeneración tal que no sienten la maldad de su acción o cooperación. Pero incluso los que reducen su conciencia a la certidumbre subjetiva no se dan cuenta que están renunciando a buscar la Verdad y, por tanto, aunque no crean en Él, también a Dios.
Pedro Trevijano, sacerdote