La última nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal ante las próximas elecciones, en la que hay cuatro obispos de Cataluña, levantó ampollas entre los independentistas.
La religión no obliga a nadie a ser de una nación determinada. Eso responde a otros conceptos. Hay quienes se inventan un inexistente mandamiento de amor a la patria. A la patria se la puede amar, yo me encuentro entre esos, pero por otros motivos: sentimentales, históricos, incluso por intereses materiales. Pero no porque lo mande Dios. Miles de italianos, polacos o irlandeses se hicieron norteamericanos sin el menor pecado. Y su nueva patria fueron los Estados Unidos. Y a eso aspiran muchísimos hispanos hoy. El alemán desertor del nazismo o el ruso del stalinismo no pecaban por desertar, y aun abominar, de su patria de nacimiento. Las naciones nacen y mueren y la religión sigue viviendo.
El planteamiento debe ser otro. Quien desee la independencia de Cataluña, las Vascongadas o Vitigudino, siempre por supuesto por medios lícitos, no tiene que confesarse por ello. Pero sí podría tener que hacerlo por otros motivos. Por el daño que causan. Y causar daño es pecado. No entro en consideraciones de otro tipo, muchas fruto de la ignorancia. Una historia falsa vendida como verdadera, un sentimentalismo enfermizo, una propaganda interesada mendaz y abusiva… Claro que puede haber una Cataluña independiente y un Betanzos como San Marino. Pero, ¿ganarían algo, salvo el prurito de ser independientes, con ello? ¿Y no se perjudicaría a los de allí y a los demás?
Eso es lo que los obispos ponen de manifiesto cuando dicen que España es un bien moral. Y que no se debe romper para que perdamos todos. Los que se van y los que se queden. Porque todos perderíamos. Por ello es inadmisible que sólo pueda opinar la parte que se quiera ir. Si mañana en la SEAT votaran su separación de la empresa quienes fabrican el sistema eléctrico perderían ellos y los demás. Y hasta es posible que nadie les comprara su producción con lo que dejarían en la calle a todos los obreros. Ahí sí que habría pecado. Y pienso que el resto de la empresa debería opinar sobre esa separación. Porque les afecta. Y mucho.
Un español que no ame a España o un francés que no ame a Francia no tiene que ir a confesarse por ello. No peca. Y menudo lío de amores habrían tenido los belgas si hubieran tenido que amar a Borgoña, luego a España, después al Imperio austriaco, más tarde a Holanda por fin a Bélgica y ahora no se sabe si a Flandes o a Walonia. La religión no puede imponer tantos amores sucesivos y encontrados. Y que vamos a decir ya si las naciones no responden a una herencia histórica sino a una imposición colonial hecha en un despacho de la metrópoli.
Pero hay ciertamente otras consideraciones muy válidas que deben tenerse en cuenta. Una historia común, y con más motivo si es gloriosa, un peso internacional que se perdería notablemente si la nación se fragmentara, un mercado nacional que favorece a todos y que cuanto mayor sea, mejor… No es lo mismo ser Alemania, Francia o España que Baviera, Bretaña o Murcia. Y en ocasiones incluso podrían ser inviables algunas de esas pretendidas naciones. O relegadas a la consideración de Estonia, Kosovo o Macedonia. Y procurar algo así, es decir, una ruina, claro que podría ser pecado. Pero por la ruina. No por haberse roto una nación.
Claro que el patriotismo es hermoso. Dichosas las naciones que lo viven. Como por ejemplo los Estados Unidos. Con orgullo. Ojalá en España hubiera un sentimiento semejante y no ese desmadre autonómico basado no pocas veces incluso en mentiras históricas. Y mentir sí es pecado.
Hacen muy bien los obispos cuando señalan que España es un bien moral. Aquí y hoy. Y que destruirlo entraña una muy grave responsabilidad. Pero no porque la religión mande amar a España. Lo que sí nos manda es no hacernos daño.
El dueño de una empresa no tiene obligación de amarla. Ni sus directivos o trabajadores. Pero sí tienen obligación de mantenerla e incrementarla para sostener a sus familias, asegurar los puestos de trabajo, enriquecer a la sociedad. No puede el propietario arruinarla por su dejadez o despilfarro o el obrero boicoteando la producción. La falta de amor no es pecado, lo otro, sí.
Francisco José Fernández de la Cigoña
Publicado originalmente en La Cigüeña de la Torre