En estos momentos en que el problema educativo está tan candente, no puedo por menos de recordar que durante la JMJ, un día en el Metro me encontré que ambos andenes estaban llenos de gente de la JMJ, pero justo enfrente de mí había una persona de mi edad y cinco chicas gritando “Menos Religión, más Educación”. Me fue imposible no pensar que, dadas las lecciones de civismo de que hicieron gala esos días los indignados ateos, si hubiese sido al revés y se nos hubiese ocurrido gritar: “Más Religión, más Educación”, nuestro inmediato destino hubiese sido el de las vías del Metro.
El problema evidentemente es: ¿no sólo cómo respetar la democracia y los derechos humanos, sino también sobre qué valores hay que asentar la educación? Para los laicistas la escuela debe ser laica, democrática, gratuita y universal. Pero nuestros laicistas se enfrentan a un pequeño problema. La enseñanza exclusivamente laica no respeta los derechos de los padres, que pueden alegar, según leo en dos textos fundamentales, es decir la Declaración de Derechos Humanos de la ONU: “art. 26.3. Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”, y en nuestra Constitución lo siguiente: “art. 27.3. Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Oponerse a la Declaración de Derechos Humanos y a la Constitución es una curiosa manera de ser demócrata.
Pero es que además la Educación debe asentarse sobre valores sólidos. Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Si los hombres deben hacer el bien y evitar el mal, ello es posible porque el conocimiento acerca de qué es bueno y malo está a nuestro alcance gracias a nuestra inteligencia y a la fidelidad a nuestra conciencia. Fue la existencia de la Ley Natural, de la que acaba de hablar el Papa en el Bundestag, el que hizo posible los juicios de Nuremberg contra los jerarcas nazis, que como Eichmann, más tarde en Israel, se defendieron con el argumento: “la obediencia es buena, y yo simplemente he obedecido a mis legítimos superiores”. Hay una Verdad objetiva que debemos buscar y el ser humano no puede ser quien dictamine en última instancia qué es lo que está bien y lo que está mal, porque la educación debe basarse en valores morales genuinos, como el respeto a la dignidad humana. Si nuestros jóvenes han dado el ejemplo que han dado, ello se debe a que su comportamiento se asentaba en su fe en Jesucristo.
En cambio los que creen que la dignidad de la persona humana exige que no deba aceptar ninguna norma que le venga impuesta desde fuera, que no hay una verdad objetiva, que nuestra libertad ha de ser ilimitada, y somos nosotros mismos quienes hemos de decidir libre y autónomamente lo que es justo y verdadero, para estos subjetivistas y relativistas es fácil caer en las mayores aberraciones, puesto que hago lo que quiero y soy yo quien decido. Sin embargo al encontrarme con los demás, al no respetar el principio jurídico que mis deberes son los derechos de los demás hacia mí, y mis derechos, los deberes de los demás hacia mí, la consecuencia es que en la realidad se aplica la ley del más fuerte y no se respetan los derechos. Y es que el hombre posee una naturaleza que debe respetar y que no puede manipular a su antojo. La famosa frase de Zapatero sobre la Ley Natural: “La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero que no deja de ser un vestigio del pasado”, ha llevado a la degeneración más total, a un país donde el crimen del aborto es un derecho, donde las leyes persiguen la destrucción de la familia natural, donde se defiende la aberración de la ideología de género, donde los terroristas son hombres de paz y, donde finalmente, el candidato del todavía principal partido va a intentar meternos la eutanasia. Y es que sin Dios, “todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. ‘El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral’ (Sal 14,1). Y estos necios, que presumen de separar la moral de la religión, constituyen hoy legión”(Pío XI, Mit brennender Sorge, nº 17). Y eso que Pío XI no podía calcular lo proféticas que iban a resultar estas palabras, escritas contra los nazis en 1937, cuando todavía no habían realizado muchos de los horrores que luego llevarían a cabo. Pero ya Jesucristo nos había dicho. “no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno” (Lc 8,43).
P. Pedro Trevijano, sacerdote