Máiquez, Doctor de la Gracia
Enrique García-Máiquez

Máiquez, Doctor de la Gracia

Gracia de Cristo. Cualquiera que leyera este título en la portada de un libro, sin conocer el contenido del mismo ni al autor que lo ha escrito, creería que se encuentra ante un tratado teológico en el que se aborda la compleja cuestión de la doctrina católica sobre la gracia. Sin embargo, cuando leemos en la portada el nombre de Enrique García-Máiquez, nos ponemos en guardia. Buscamos la trampa que ha podido tendernos, pero no una malintencionada y opaca, sino una trampa traviesa y, digámoslo así, translúcida. De inmediato el subtitulo (Su sonrisa en los Evangelios) nos pone sobre aviso. Volvemos a leer el título y esbozamos una sonrisa al tiempo que comprendemos: esta es la gracia.

Máiquez glosa los pasajes del Evangelio con un tacto admirable, evitando los peligros que él mismo, en su proemio, nos confiesa haberse planteado. El mayor de ellos, a mi modo de ver, es el que nombra en tercer lugar: «opacar la figura de Cristo» tras la figura del humor y forzar los pasajes para que entreguen lo que no contienen, una tentación a la que cualquier escritor menos atento hubiera sucumbido. Pero no hay nada de eso en este libro. La delicadeza del autor logra salvar el peligro y no desvirtuar la figura de Cristo, y una de las claves de su éxito reside en su habilidad (su arte) para detenerse en el momento justo.

Para hablar de la gracia, como para hacerla, hay que saber cuándo parar. Un segundo chiste puede arruinar el efecto del primero, un comentario de más resta. El famoso adagio culinario de las abuelas: «más vale que sobre que no que falte», es letal en el humor, donde siempre es mejor que falte que no que sobre. Una delgada línea separa al simpático del pelmazo, al gracioso del graciosillo (diminutivo que transforma la palabra en su antónimo).

A ese mismo obstáculo debía enfrentarse Enrique García-Máiquez al glosar en clave de humor algunos pasajes del Evangelio. Sin embargo, no sólo logra salvar el obstáculo, sino que logra además que en ningún momento notemos que lo está esquivando. Tenemos la impresión de que todo emana naturalmente de los pasajes, de que Máiquez tan sólo ha creado un lumiducto para difundir en su libro la luz natural que se encontraba en ellos.

La mayoría de las glosas apenas ocupan una página; son como pinceladas sutiles que nos revelan, en su perfecta sencillez, la maestría del hombre que las traza. Giorgio Vasari nos ha dejado una anécdota sobre Giotto. El Papa Bonifacio VIII envío a un oficial para que encontrara al mejor pintor de Italia, al cual le serían encargadas algunas pinturas para la Basílica de San Pedro. El oficial debía pedir pruebas del talento de los pintores para que pudieran ser examinadas por el Papa y sus consejeros. Cuando el oficial llegó al taller de Giotto y le pidió una muestra que poder ofrecer al Papa, Giotto se limitó a trazar en un papel, a pulso y sin otra ayuda, un círculo perfecto. El oficial creyó que aquel pintor le estaba tomando el pelo, pero cuando presentó al Papa y sus consejeros aquel círculo y les explicó cómo había sido trazado, determinaron que Giotto recibiera el encargo. Máiquez ha hecho algo parecido en su Gracia de Cristo. Con frecuencia nos muestra un solo trazo, pero el lector atento se da cuenta de la dificultad y percibe la perfección en la sencillez.

La amenidad propia de la escritura de Máiquez queda reforzada, en todas sus obras en prosa pero en esta última en especial, por las recurrentes citas. Nos encontramos, en mi opinión, ante uno de los mejores “"citadores” españoles contemporáneos, y demostraría muy poca reflexión literaria quien diera poco valor a este título. Citar también es un arte. Cuándo citar, a quién, qué, dónde y por qué; he aquí las cinco W que tanto han servido de orientación a los periodistas, pero que la mayoría de escritores olvidan cuando se trata de citar.

Es cierto que en los últimos tiempos se ha apoderado de los escritores una especie de citamanía. Se cita mucho, demasiado, pero sobre todo mal. En general los escritores utilizan las citas como Sancho Panza utilizaba los refranes, y un lector con gusto tiene derecho a irritarse con el escritor que cita de esa manera, como Don Quijote tenía derecho a desesperarse con los refranes inoportunos de su escudero.

Pero no es el aspecto técnico o estético el que más importancia tiene para mí a la hora de discriminar a un buen o mal citador; en realidad es el aspecto moral. Un escritor puede citar por dos causas opuestas: el orgullo o la humildad. El orgullo, cuando cita para enseñarnos el bíceps de su erudición y dejarnos claro que posee una gran cultura; la humildad, cuando cita homenajeando, cuando reconoce que lo que él quería decir ya ha sido dicho, antes y mejor, por otros autores. No hay ninguna regla infalible para distinguir al escritor que cita por orgullo del que cita por humildad; es algo que se intuye en ciertas muecas de la escritura, como en la conversación se intuye en ciertas muecas corporales.

Enrique García-Máiquez cita por gratitud, cita como homenaje, cita por reconocimiento y humildad. Las observaciones de otros autores sirven como cariátides en las que delega el peso del libro en ciertos momentos, pues le hubiera parecido demasiado soberbio mostrarse ante el lector como un atlante que sostiene solo todas las páginas; no quiere pasar por la máxima autoridad y único responsable de la interpretación de los pasajes, sino distribuir esa responsabilidad, tanto en el mérito como en el posible demérito. Es cierto que en una ocasión se cita a sí mismo, pero incluso entonces nos parece que la vanidad no tiene parte en ello, y que es más bien humilde al reconocer que otro (aunque sea él mismo en otro tiempo) escribió algo mejor de lo que él podría escribir en el momento presente.

La prosa de Máiquez en ningún momento se resiente por la abundancia de citas, como si cada una de ellas fuera un dique que la frena y estanca; al contrario, su curso se estabiliza y cada cita es como un afluente que se incorpora a su caudal y renueva su circulación. No hay movimientos bruscos, la sucesión de capítulos no parece inquietarla. Ni lenta ni precipitada, la prosa nos lleva al final del libro plácidamente: ni nos golpea contra el muelle, ni tenemos que poner en tensión nuestro cuerpo como impulsándola para llegar.

Entre los libros publicados por el autor gaditano hasta hoy, Gracia de Cristo merece un lugar destacado. Es seguramente el más peculiar, una rara avis en su extensa producción, y aquel en el que mejor podemos apreciar las virtudes literarias del autor al ser exigidas hasta el límite por el contexto. Por supuesto, en doscientas seis páginas de glosas nos encontraremos alguna con la que no estemos de acuerdo, que nos parezca demasiado atrevida o incluso censurable; eso mismo me ha ocurrido a mí con el capítulo Anda, llama a tu marido, y el autor ha recibido mi crítica privada con la misma gratitud con la que ha recibido mis elogios, o incluso con mayor gratitud, ya que esa crítica era garante de la sinceridad de los elogios.

Así espero que el eventual lector de esta reseña también acogerá la confesión de mi desaprobación puntual como una garantía de la sinceridad de mis alabanzas generales, de modo que no dude de mi franqueza cuando le recomiendo Gracia de Cristo.

 

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