El oficio salvador de la Virgen en el misterio de Cristo y de la Iglesia

El oficio salvador de la Virgen en el misterio de Cristo y de la Iglesia

III. La Santísima Virgen y la Iglesia

«62. Esta maternidad de María en la economía de gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora (In coelis enim assumpta salutiferum hoc munus non deposuit) sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna.»
(Constitución dogmática Lumen Gentium)

El oficio salvador de la Virgen en el misterio de Cristo y de la Iglesia

La Constitución Dogmática Lumen Gentium enseña que María tiene un oficio salvador (munus salutiferum) dentro del misterio de la redención. Su papel no se limita al «sí» pronunciado en la Anunciación, sino que alcanza su plenitud al pie de la cruz, cuando ofrece al Padre lo que Él no permitió a Abraham: a su Hijo único, el Hijo de Dios desde la eternidad.

Cristo, el Verbo eterno del Padre, debía encarnarse «antes de todos los tiempos», pero esa encarnación estaba misteriosamente unida a la existencia de una mujer:

«Vendrá el que existe desde antiguo, cuando dé a luz la que tiene que dar a luz» (cf. Miq 5,1-3).

María es ese punto de encuentro entre el tiempo y la eternidad. En su seno, el Verbo se hace carne y comienza la historia visible de la salvación. En ella se cumplen las promesas antiguas: el amor del Padre encuentra respuesta humana, y la redención entra en el mundo a través de su fe.

Caná: cuando María adelanta la hora de la salvación

El evangelio de Juan nos presenta a María en las bodas de Caná, atenta a una necesidad humana:

«No tienen vino» (Jn 2,3).

Detrás de esa observación sencilla, María expresa el anhelo de toda la humanidad sedienta de redención. Jesús responde:

«¿Qué tenemos que ver tú y yo en esto, mujer? Aún no ha llegado mi hora» (Jn 2,4).

No se trata de una negación, sino de una revelación. En realidad, María tiene mucho que ver con aquello que está por suceder. Las palabras de Jesús --«¿Qué tenemos que ver tú y yo en esto, mujer?»-- pueden entenderse como: «Tú me ofrecerás, pero todavía no; sin embargo, porque tú lo pides, adelantaré un signo».

De este modo, Jesús alude a su «hora», la de la cruz, donde consumará la obra de la salvación. Y, movido por la fe y la intercesión de su Madre, adelanta esa hora, realizando el signo que prefigura los frutos de los sacramentos y anticipa su sacrificio redentor.

El agua convertida en vino anuncia la sangre que será derramada en el Calvario. En Caná, María provoca por amor el anticipo del signo salvífico; en la cruz, lo lleva a su plenitud, ofreciendo a su Hijo como verdadero «vino nuevo» del Reino. Por eso, cuando Jesús dice desde la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26) culmina el signo iniciado en Caná: el don total del Hijo por amor. María, que en las bodas pidió el vino de la alegría, ofrece en el Calvario el vino de la salvación y, como Madre, recibe a los hijos de Dios, cumpliendo su oficio de atraerlos a esta salvación y sostenerlos en ella incluso en los momentos del Calvario.

María madre de los creyentes

Este papel de María había sido prefigurado en Abraham, a quien Dios dijo:

«Entrégame a tu hijo, tu único hijo» (cf. Gn 22,2).

María, es la realidad que Abraham solo prefigura, ofrece al Hijo prometido; no lo retiene, sino que lo entrega al Padre por la salvación del mundo. En ella se cumple perfectamente lo que Abraham solo había anunciado por la fe.

Su «sí» en la Encarnación se prolonga en la ofrenda del Calvario: lo que aceptó en Nazaret con gozo, lo entrega en el Gólgota con amor. Así, María coopera libremente en la redención, sin disminuir la mediación única de Cristo, sino participando en ella como madre y servidora.

María y la Eucaristía: el vino que no se agota

En el Calvario, María participa interiormente en la ofrenda eucarística del Hijo. Su presencia junto a la cruz anticipa el sacramento que la Iglesia celebrará en cada altar.

Jesús «adelanta los signos» a través de su Madre: el signo de Caná y el de la Cruz se unen en una misma ofrenda, para que el mundo tenga «vino», es decir, la gracia y la vida que brotan del costado traspasado del Redentor.

Cuando Jesús dice:

«Ahí tienes a tu madre»,

nos introduce en ese misterio. María es dada a la Iglesia para ayudarnos a participar con un corazón puro y entregado en el sacrificio de su Hijo.

«María ha escogido la mejor parte»

Las palabras de Jesús a Marta --«Marta, Marta, estás inquieta y preocupada con muchas cosas; una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no le será quitada» (Lc 10,41-42)-- iluminan también el camino de la Virgen.

María, la hermana de Marta, ha escogido esa «mejor parte» hasta su desenlace: permanecer a los pies de Jesús, incluso en el Calvario, escuchando, amando y sufriendo con Él. Desde esa comunión perfecta, nos enseña a vivir cada sacramento con fe, silencio y entrega. Ella recoge esa «mejor parte» a la mismísima Madre de Dios, que abrió el camino para poder estar a los pies de Jesús en cada Eucaristía. Aunque su papel no pertenece al ministerio sacerdotal --que ella no posee--, prepara las almas para recibir los sacramentos con mayor fervor y fecunda espiritualmente la misión de la Iglesia. Siendo también la destructora de todas las herejías.

María en la evangelización y el misterio trinitario

A lo largo de la historia, María ha seguido actuando como mediadora de gracia. Un ejemplo luminoso es el acontecimiento de Guadalupe. Sin María, difícilmente se habrían bautizado diez millones de indígenas en apenas una década.

La imagen grabada en la tilma de san Juan Diego fue una catequesis viva y profunda: los pueblos originarios vieron en ella a la Virgen que eclipsa al sol --símbolo de los sacrificios humanos-- y que, en su vientre, ofrece al verdadero Hijo de Dios como único sacrificio valido para alcanzar cualquier Gracia de Dios.

Este hecho muestra que María continúa ejerciendo su oficio salvador, no como rival de Cristo, sino nunca sin ella, como su colaboradora fiel. Ella abre los caminos de la gracia, para que el misterio de la Santísima Trinidad se manifieste en toda su profundidad.

Y en ese misterio, Dios mismo quiso someterse al cuarto mandamiento --«Honra a tu padre y a tu madre»--, honrando a María por toda la eternidad. En ella, la humanidad y la divinidad se abrazan en un vínculo de amor y obediencia que revela el corazón mismo de Dios.

 

1 comentario

Xavier
Excelente artículo sobre María, la manifestación del misterio de la Trinidad y el desvelamiento del corazón de Dios.
10/11/25 7:17 PM

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