Desde muy niño, en mi Rosario natal, Nuestra Señora del Carmen, tuvo un papel destacado en mi corazón. Pasé buena parte de mi infancia en la zona de Italia y Montevideo. Y alternaba, así, mi labor como monaguillo, los días de semana, en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de aquellos beneméritos Padres Bayoneses, de Moreno y Mendoza; y los fines de semana, en la parroquia Nuestra Señora del Carmen, de avenida Pellegrini, entre Presidente Roca y Paraguay. Los sacerdotes y hermanos carmelitas –por entonces, todos con su impecable hábito- despertaban, como los religiosos de mi colegio, mi deseo de imitarlos. Sí, en aquellos años de la infancia, quería con toda mi alma ser yo, también, sacerdote. La Providencia de Dios, manifestada, entre otras cosas, en la no autorización de mis padres para ingresar al Seminario Menor, tenía otros planes para mí. Eran tiempos de plena desorientación y desmadre posconciliar, y del auge de la “teología de la liberación” marxista. Solo el Señor sabe qué hubiese sido de mí, de haber iniciado mi camino al Sacerdocio, con ese contexto… Igualmente, el despertar de mi adolescencia me llevó a una rebeldía militante contra Dios y su amadísima Iglesia. Dos décadas pasaron hasta mi retorno a Casa; y diez años más para el ingreso al Seminario.
Aún en aquellos lustros con logros siempre crecientes en el periodismo, pero sin fe; en los que una y otra vez experimenté aquello que rezamos en la Liturgia de las Horas, “harto de todo y lleno de nada”, cada 16 de julio, la Virgen del Carmen, silenciosa y cercana, me hacía saber que esperaba mi regreso. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, aquel 16 de julio de 1973 en que, sorpresivamente, nevó en Rosario y, al ver caer los copos sobre el patio de la vieja casa de mis tíos abuelos, César y Angelita, sentí también frío en mis entrañas? ¿Qué había pasado para que aquel fervor desbordante de mis primerísimos años se rindiera ante la lejanía y la ausencia?
“Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que Él llamó según su designio” (Rm 8, 28), me recordé, junto a San Pablo, en la tarde de este martes 15, mientras me dirigía a celebrar la Misa de las primeras vísperas de la solemnidad de Nuestra Señora del Carmen, en nuestro monasterio platense Regina Martyrum y San José. ¿Quién hubiera pensado –me decía- que, 52 años después, una vez más, como Sacerdote, iba a tener el honor de celebrar el Santo Sacrificio, con las queridas monjas, que nuevamente me dejaron, con sus cantos y oraciones, un anticipo del Cielo? Y, terminada la Misa, otro regalo: Gabriel, un hijo espiritual desde hace varios años, me confirmó que, Dios mediante, ingresará el año próximo en una de las congregaciones religiosas más fieles de nuestro tiempo. Y, además, me reveló que su quinceañera hermana Romina comenzó a pensar, también, en ser religiosa. Sí, “la cosecha de vocaciones nunca se acaba”. Dios sigue llamando y enamorando; y, en medio de las agresiones laicistas, de las herejías y hasta de la apostasía estruendosa, aquí y allá siguen germinando los llamados a dejar algo por el Todo.
Obviamente, estas intenciones las llevé esta mañana, tempranísimo, al templo. Literalmente diluviaba sobre La Plata, y tras aquel rato de oración, en el alba, esperé a que pasara a buscarme Sergio; otro hijo que, tras llevar a sus niños al colegio, me acerca a celebrar la Misa. Calles anegadas, congestión de tránsito y conductores impacientes me hicieron imaginar, de cualquier modo, momentos de más luz para la jornada. Como decía el españolísimo fraile benedictino Manolo, “mañanas de lluvia, tardes de paseo” … Nuevos regalos del Señor, de cualquier modo, llegaron inmediatamente.
La Santa Misa de la Virgen del Carmen fue la puerta de ingreso de una seguidilla de detalles de Jesús y de su Santísima Madre. Apenas llegué al Hospital, se acercó la mamá del pequeño Enzo, que viene peleando por su vida, en Neonatología, para responder afirmativamente al insistente pedido de un servidor, para que lo bautizara. E, instantes después, acordé también con los papás adoptivos de Jazmín –una niña con infinidad de graves problemas que, tras un montón de trabas burocráticas, encontró, finalmente, un hogar- que la voy a bautizar, Dios mediante, mañana, jueves 17, junto a Enzo. Y, tras salir de allí, Amanda, una piadosa empleada de la cocina, me pidió un Escapulario de la Virgen del Carmen. Me quedaba uno solo –luego del intenso reparto de las últimas horas-; lo bendije y se lo impuse. Y, en plena escalera, Martín, un joven del interior que vino a estudiar a la gran ciudad; y que sufrió en su ideologizada facultad el despojo de su fe, se acercó a saludarme con entusiasmo. Van dando fruto las horas y horas de paciente diálogo que mantenemos. Poco a poco va regresando a Casa. Y, como es inteligente, sabe que donde el ateísmo llama “azar”, nosotros llamamos Creador y Padre…
Iba a rezar para la capilla, cuando me avisaron que una paciente terminal quería la Unción. Me acerqué a su encuentro; y allí, María, en sus últimos instantes de lucidez, alcanzó a recibir el perdón de sus pecados y la Indulgencia Plenaria. Un nuevo y maravilloso obsequio de la Virgen, en su día. Ya en el templo me detuve un buen rato frente a la imagen de Nuestra Señora del Carmen; que sobrevivió intacta a la trágica inundación platense, del 2 de abril de 2013. Restaurada recientemente por Telma, una abuela catequista que me acompañó durante los diez años de mi misión en Cambaceres (Ensenada), volví a sentir a sus pies todo el poder de la oración de las Carmelitas; cuyo convento está a solo doscientos metros. Y no pude contener lágrimas de emoción al comprobar, una vez más, que la Virgen siempre estuvo, está y estará. Y que, como la mejor de todas las Madres, jamás se rinde ante sus hijos díscolos –como este servidor, de otros tiempos-; y que, desbordante de detalles, da sentido de eternidad a las situaciones más difíciles.
Al salir del hospital, un tímido y brevísimo sol, entre la multitud de nubarrones, quiso dejarme tangible certeza del actuar constante del Sol que nace de lo alto (Lc 1, 78). A pocos metros de la parroquia, Iván (Juan, en lengua eslava), un joven convertido, que ahora está empeñado en la conversión de sus padres y abuelos, me saludó con una sonrisa desbordante; desde detrás de la vidriera de su negocio. Se llama como el discípulo amado. Aquel que nos representó a todos en la Hora en que Cristo, en el Monte Calvario, nos regaló a su Santísima Madre. Aquel que, ya desde la Cima de Eternidad, nos llama a seguir escalando el Carmelo. Y que nos recuerda que falta poco. Que ya llega la Recompensa…
P. Christian Viña