¿Quién teme al transhumanismo?
Transhumanismo | Grok

¿Quién teme al transhumanismo?

Cantabria anuncia una ley para proteger los pensamientos, Bruselas celebra el progreso, la OMS observa y sonríe… Pero cuando la conciencia humana empieza a ser regulada por decreto, quizá estemos ante un signo terminal. ¿Hay motivos para alarmarse? Tal vez sí. Pero también motivos para esperar que la mentira colapse por fin sobre sí misma.

Leo que el Gobierno de Cantabria acaba de presentar este 9 de julio el primer anteproyecto legislativo europeo para proteger los neuroderechos. Lo cual significa –en el más puro doblepensar al que nos ha habituado la Agenda 2030– exactamente lo contrario: si se requiere una ley para proteger la mente, lo que se oficializa es que el camino a ella está libre y expedito. Acceso al pensamiento, registro de interfaces neuronales, datos cerebrales equiparados a datos médicos… La medida ha sido celebrada como una «vanguardia ética» porque se dice que protege la intimidad mental y preserva la libertad del yo; pero lo cierto es que cuando hace falta proteger por ley lo inviolable por definición es que algo se ha desplazado en el centro mismo de lo humano. La conciencia deja de ser santuario.

Por supuesto el contexto no deja lugar a dudas: en su reglamento de Inteligencia Artificial en 2024, la Unión Europea ya definió las neurotecnologías como «de uso estratégico» y «prioridad para la innovación médica» y mediante fondos como InvestEU y InvestAI está financiando proyectos piloto de convergencia entre IA y actividad cerebral en contextos sanitarios, educativos y laborales. Mientras en paralelo, la OMS impulsa estándares internacionales para el tratamiento de datos cerebrales, sin cuestionar el principio mismo de su instrumentalización.

La amenaza del transhumanismo avanza. La técnica, por definición, no se detiene. Jacques Ellul lo comprendió hace años con lucidez: «Todo lo que puede hacerse, se hará».

Así que nada más serio, y no obstante, siendo esta la mayor amenaza que pueda concebir cualquier persona que considere el cuerpo un templo sagrado del espíritu, al leer la noticia me ha venido a la cabeza, con alivio, la musiquilla de la canción infantil de los tres cerditos Who’s afraid of the Big Bad Wolf?, y cómo, jugando con esas palabras, el dramaturgo Edward Albee escribió su Who's Afraid of Virginia Woolf? Esta obra teatral, llevada a la pantalla por Mike Nichols, abordaba la manera como los individuos nos enfrentamos a nuestros «lobos», la fragilidad de la existencia y las máscaras que utilizamos para enfrentar la realidad.

Celebro este caso de cerebración inconsciente, porque, en realidad, ¿cabe temer al transhumanismo? ¿Debemos tener miedo a esa quimera de silicio, datos y carne optimizada? ¿Hemos de temblar ante la promesa de vencer la muerte a golpe de prótesis, edición genética, inteligencia artificial, suplementos cognitivos y almas en la nube?

Muchos cristianos alzan la voz, alertan del peligro, advierten sobre la deshumanización, llaman a la resistencia… Es perfectamente comprensible, porque el transhumanismo tiene todas las trazas de ser el golpe de gracia de la Bestia. Sin embargo, ¿no estaremos concediendo demasiado crédito al enemigo? ¿No será que el proyecto transhumanista, en su aceleración terminal, expone al fin la mentira sobre la que se ha construido la modernidad misma? ¿Acaso no le saldrá a Satán, el mono de Dios, el tiro por la culata?

El cristiano no niega el mal, pero tampoco debería escandalizarse ante él. Sabe que todo error llevado a su extremo se autodestruye, y que la desviación, cuando se vuelve sistema, sólo puede engendrar una caricatura de la vida. El avance del transhumanismo pone de relieve la naturaleza espectral del mundo moderno: la absoluta solidificación del mundo. Deja en evidencia de manera creciente que el ser humano es, indiscutiblemente, una cosa distinta –de infinita mayor calidad– de lo que el pensamiento hegemónico nos induce a creer.

Nada de esto ha surgido de golpe. Hace siglos que el mundo se desliza hacia una ontología de lo cuantificable. Lo cualitativo, que no puede medirse, y donde reside lo que nos hace humanos, desaparece, y lo que no puede ser procesado no se considera real. La inteligencia artificial, la medicina predictiva, el gobierno algorítmico… es una culminación del proceso moderno. La vida separada de la vertical es una vida suspendida: no cae porque no tiene peso, no sube porque ha perdido dirección. Cuando el espíritu se retira, sólo queda la materia como obsesión.

Y el transhumanismo no es una ruptura con esa lógica sino su lógico e inevitable corolario. Es la forma más coherente del proceso de conversión hacia la mera cantidad, y de esta, a la escoria. Porque tal es la promesa del transhumanismo: una parodia de hombre, una contraimagen de Dios. ¿Eternidad? Puede que tal vez sí sea el camino para lograr la supervivencia de la escoria material, pero desde luego no la eternidad del alma glorificada.

Recuerda el catecismo que «El cuerpo humano participa de la dignidad de la imagen de Dios», y sin esa gracia, el ser humano es mineral. Modificar artificialmente esa parte sólida del ser humano, solo para evitar que se reduzca a polvo, es maldición (aunque eso que los antiguos sabían instintivamente se haya vuelto hoy programa político y sanitario). Y si a ese residuo se le otorga inmortalidad –mediante prótesis, conexión, almacenamiento, ingeniería, programación…–, lo que se logra es la perpetuación de un cuerpo sin alma. Esa escoria anunciada es la gran promesa que se supone compite con el hombre que se sabe hijo de Dios: la gran obra del transhumanismo es Nosferatu, el no-muerto.

Por eso, desde la perspectiva cristiana, este desenlace no debe inspirar miedo. Llegada a su paroxismo, la mentira se vuelve visible. La aceleración tiene mucho de revelación. Como decía Houellebecq en La posibilidad de una isla, «la isla evocada… no existe», lo que no puede morir, tampoco puede vivir. El transhumanismo pone al desnudo su naturaleza parasitaria: quiere salvar lo que no vive. Y he ahí la lectura paradójica: el extremo de toda degeneración es siempre un punto de inflexión. Más que terror, el avance del transhumanismo debería generar esperanza escatológica, pues cuanto más se acerca a su cumplimiento el intento del hombre de reemplazar a Dios, más se pone al descubierto el vacío que late en el centro del proyecto moderno.

¿Quién teme a Virginia Woolf?, se preguntaban Martha y George en el salón devastado de sus mentiras. Lo que temían no era el fantasma de la escritora, sino el colapso de la ficción que sostenía sus vidas. El título era un guiño ante esa verdad desnuda, la caída de las máscaras. Lo mismo ocurre con nuestra actitud ante el transhumanismo. Su culminación será la carcajada final de una mentira que se ha quedado sin disfraces, la evidencia de que el ser humano lleva demasiadas décadas confundiéndolo todo.

Y en ese futuro soñado por el tecnocientifismo, cuando todo eso se prolongue hasta el límite, cuando ya no haya piel, ni error, ni infancia, ni muerte, cuando todo parezca controlado, asegurado, calibrado, ante un cuerpo transhumano, posthumano…, tal vez se escuche por fin la pregunta que había quedado en suspenso: ¿Dónde está el hombre? Y entonces, quien haya resistido, quien haya conservado el alma, responderá con calma: Aquí.

Fdo. Pedro Gómez Carrizo

 

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