Advientos y esperanzas

Advientos y esperanzas

La relación entre Adviento y esperanza constituye un tópico, lo suficientemente trillado como para que cualquiera que no justifique un nuevo intento, desista de él.

Menester sería comenzar por disipar la extrañeza que produce el plural del título, pero precisamente en su explicación radica el meollo de estas líneas. Pese a que las realidades de la fe son inagotables para el conocimiento humano, la relación entre Adviento y esperanza constituye un tópico, lo suficientemente trillado como para que cualquiera que no justifique un nuevo intento, desista de él. Quizá la justificación en nuestro caso, venga dada por la convergencia que en el momento actual se verifica para muchos de los católicos argentinos, a saber, entre la esperanza humana frente a la crisis política y económica que un nuevo gobierno se compromete a revertir; y la esperanza sobrenatural, cuyo objeto es completamente trascendente a las realidades de este mundo.

Tuvo algún eco en blogs de este sitio la polémica suscitada justamente entre fieles argentinos, en relación a las elecciones presidenciales recientemente finalizadas, y la aparición del candidato liberal (ahora presidente en ejercicio), Javier Milei. De ninguna manera entraremos en dicha polémica ahora, por no resultar necesario en absoluto, ni conveniente. Sencillamente constatamos lo que es de público e internacional conocimiento, esto es, que la Argentina se halla sumida en este momento en una fenomenal crisis, no al modo habitual de las últimas décadas, sino agravada. Porque al daño provocado por la revolución anti cristiana en todos los órdenes, del cual no hemos escapado (en el 2020 nos remataron con ley de aborto, por poner sólo el ejemplo más grave), añadimos ahora una inflación de más de % 150 anual; y una pobreza que roza el 50 %, por efecto de una política viciosa, corrupta y corruptora.

En este panorama, emerge una clase política, parcialmente renovada, que promete un esfuerzo inédito por revertir esta situación, no solo económica, sino también cultural, desafiando para ello al lobby progresista. Naturalmente, brota la esperanza en el corazón de muchos, creyentes y no tanto. ¿Quién no espera, a fin de cuentas, la realización en su patria del recto orden temporal, si no de manera ideal, de la manera más cercana posible al menos? ¿Quién no desea, en medio de la crisis, ponerse en marcha para salir de ella, aunque implique una larga sucesión de estadios intermedios, que se encuentran, con todo, bien lejos de lo mejor? Ahora bien, como toda esperanza, es de lo que no se tiene aún, y resulta arduo de alcanzar; más aún, algunas de las cosas que se esperan, algunas de las esperanzas que se tienen, pueden lamentablemente frustrarse. Por eso deviene inevitable una tercera pregunta: ¿qué sucedería si esta esperanza de salir de la crisis colectiva, moral y material, estuviera destinada al fracaso? Duro de pensarlo, pero imposible no hacerlo ante la multitud de dificultades que se presentan, empezando por las severas limitaciones de los que prometen un cambio (y de las propias, todavía más).

Es entonces que resulta más necesaria que nunca la consabida distinción entre las esperanzas que anidan en el corazón del hombre, nobles con frecuencia, pero que no más que humanas; y la Esperanza cristiana, virtud teologal que tiene a Dios por objeto (su posesión en la eterna bienaventuranza, más concretamente), y sólo por extensión los medios para llegar a él, necesarios algunos, prescindibles otros. Con profundidad conmovedora se refería a esta distinción el difunto Papa Benedicto XVI, al inicio de su encíclica Spe Salvi, trayendo a colación el ejemplo de Santa Josefina Bakhita: «En este momento (se refiere al momento de su conversión a la fe) tuvo « esperanza »; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera» (n. 3). Suceda lo que suceda, podríamos añadir en esta sintonía, Dios está con nosotros (cfr. Is. 7,14).

Durante el Adviento, la esperanza se manifiesta especialmente en relación a las realidades últimas y universales. Matiz interesante de destacar, ya que el acento no está puesto tanto en la dimensión interior e individual de la salvación, sino colectiva e histórica, por así decirlo. La espera del Salvador en el Antiguo Testamento, testimoniada por los profetas, y que de alguna manera revivimos al prepararnos para conmemorar el nacimiento de Nuestro Señor, con abundancia de representaciones sensibles, entre las que destaca el pesebre; pero también la espera del fin de los tiempos, que aquella anticipa como figura. Nuestro querido p. Leonardo Castellani ha dedicado memorables páginas (obras enteras, a decir verdad) a este olvidado artículo del símbolo de la Fe, lamentando la indolente actitud de los cristianos modernos a este respecto.

¿Qué decir, entonces, acerca de los rudos tiempos que nos toca transitar? ¿Ya nada cabe esperar desde el punto de vista del orden temporal? Sí, podemos esperar, podemos hacer con miras a su restauración, debemos rezar a Dios para que dé su auxilio; su Providencia vela por cosas menos importantes aún, que la configuración de la ciudad terrena. Pero no es menos cierto que las ilusiones concebidas pueden esfumarse ante la dura realidad de un vano esfuerzo; la ciudad terrena puede derrumbarse como un castillo de naipes, y a la postre desaparecer; de hecho, desaparecerá, si hemos de creer a los anuncios del Señor en el Evangelio, no destinados a inocular la amargura en nuestros corazones, sino precisamente la Esperanza.

 

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