Estos días he visto en mi correo electrónico el video de la manifestación atea del 13 de Mayo en Madrid, afortunadamente bastante poco concurrida. Varios de los estribillos que allí se corearon eran blasfemias contra Dios y la Virgen, algunos además claramente obscenos. Entre los otros, aparte de los tópicos de siempre sobre los crucifijos y la religión en las escuelas, se dijeron cosas como “la Conferencia episcopal la vamos a quemar”, “la religión es fanatismo” y “menos curas, más cultura”. Pero lo que más me impresionó fue el odio que reflejaban esos gritos, que herían la sensibilidad de cualquier persona normal y se olvidaban que la libertad que decían defender, puesto que la pancarta inicial de la manifestación decía, no me atrevo a decir rezaba: “Por la libertad de expresión y de manifestación”, expresión con la que por supuesto estoy de acuerdo, siempre que se tenga en cuenta el límite del respeto hacia el otro. El odio a la fe allí expresado no se compagina con la tolerancia, y ni siquiera con el respeto a la cultura y a la democracia.
Desde luego el nivel cultural y sobre todo educativo del que hicieron gala los manifestantes fue realmente bajo cero. Estaba allí presente una inversión de valores, una lucha abierta contra Dios, la Virgen y la Iglesia Católica, culpables de predicar el amor, y es que el odio es lo contrario del amor, que es no sólo el gran mandamiento de Jesús, sino lo que realmente da sentido a la vida, mientras que el odio no deja de ser un sentimiento que destruye literalmente la persona que se deja llevar por él, porque proviene del demonio, y mucho más todavía si es odio a Dios, es decir el odio más irracional y salvaje que existe, puesto que trata de oponerse a un Dios, del que la primera Carta de San Juan nos da esta magnífica y breve definición: “Dios es Amor” (1 Jn 4,8 y 16).
En cambio en la línea contraria, no puedo por menos de recordar una conversación que he tenido con un amigo al que la vida le ha dado unos cuantos palos. Recuerdo que me comentaba: “la vida es bastante dura, y si no fuese por la fe, uno se dejaría llevar por la desesperación”. Personalmente puedo decir que la importancia de la fe en Dios la experimenté especialmente el día más duro de mi vida, cuando comentábamos entre nosotros la ayuda inestimable que en aquellas circunstancias trágicas, supuso la fe. En esos momentos uno no puedo por menos de recordar las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). Que la fe ayuda en los momentos difíciles, me parece una evidencia. ¡Cuánta gente ha tomado fuerza en las dificultades de su vida recordando la oración del Señor en el huerto de los Olivos!
Creo que por tanto el tener fe es una de las grandes fortunas de mi vida. El rechazar al Dios verdadero, a ese Dios que es Amor me parece por el contrario uno de las mayores desgracias posibles. En consecuencia cuando pienso en los integrantes de la manifestación atea, me parece terrible ir por la vida sin el agarradero de la fe, pensando en el mejor de los casos que todo termina aquí y que alcanzar la felicidad eterna es un sueño imposible y no puedo por menos de recordar el interés de Jesús y de la Virgen de que nos acordemos de rezar por los pecadores para que obtengan la gracia de la conversión. Desde el punto de vista de Jesús tiene que ser descorazonador crearnos, hacerse hombre y sufrir por nosotros para ofrecernos su amistad sincera y abrirnos así las puertas del cielo, para que luego le contestemos: “Perdona, no me interesas. Paso de ti”, o todavía peor: “Cuentas con mi desprecio y odio”.
Pedro Trevijando, sacerdote