La naturaleza de la autoridad eclesiástica y su práctica están determinadas por la misión de la Iglesia: proclamar el Evangelio. Jesús envía a sus apóstoles a "haced discípulos de todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado"(Mt 28,19-20). No ha de olvidarse que Cristo no ha abandonado nunca la Iglesia, sino que vive en ella y en ella sigue ejerciendo su jefatura, siendo la totalidad de la Iglesia, que es su cuerpo (cf. Ef 1,22-23), es decir todos sus miembros, los que continúan y prolongan la vida y misión de Cristo.
La opinión de Cristo sobre lo que debe ser la autoridad eclesiástica la encontramos en el episodio de la madre de los hijos de Zebedeo (Mt 20,20-28; Mc 10,35-45; Lc 22,24-27), así como en el del lavado de los pies (Jn 13,1-20). El que es o quiere ser grande en la Iglesia ha de procurar cumplir fielmente la voluntad del Padre siendo servidor de los demás. Estos textos nos muestran una concepción del mando centrada en la fe y caridad de una persona, Pedro, cuya principal responsabilidad es cuidar del rebaño, por el cual murió Jesús, y por el cual todo pastor debe estar dispuesto a morir. El modo concreto con el que San Pedro ejerció su autoridad lo encontramos sobre todo en los doce primeros capítulos de los Hechos, donde Pedro aparece como portavoz del grupo, pero donde las decisiones son tomadas por los Doce, los Apóstoles o la Iglesia, siendo por tanto el primado de Pedro perfectamente compatible con las decisiones tomadas con el consentimiento del grupo. Se trata por tanto la mayor parte de las ocasiones de un gobierno colegial.
En cuanto a San Pablo está claro que no resolvió todos los problemas con la misma receta. Cree, desde luego, que debe responder clara y decididamente a los problemas de la Iglesia, pero está, lo mismo que Pedro y los Doce, lejos del espíritu absolutista, no pretendiendo nunca situarse por encima de toda crítica. Excomulga al incestuoso (1 Cor 5,1-6) y sabe mostrarse en ocasiones firme e inflexible, pero no se le pasa por la cabeza arrojar fuera de la Iglesia a los que le critican, sino que conoce el valor del diálogo y la necesidad de tratar a los demás en un plano de intimidad y libertad, siendo por ello las cartas que dirigió a los cristianos mucho más confidencias íntimas propias de buenos amigos que decretos de un superior a sus súbditos.
En efecto para él la autoridad era una actividad basada en el amor, en modo alguno una función meramente burocrática o administrativa. Su autoridad no tenía otra finalidad que el bien de las personas, de quienes era y se sentía responsable y a las cuales sirvió hasta entregarse totalmente. De esta forma práctica Pablo nos indica que a Cristo hay que buscarle en los hombres, idea que encontramos explícitamente en San Juan referente a Dios (1 Jn 4,20). La autoridad por tanto en todo el Nuevo Testamento es una diakonía verdadera, término técnico que designa el ministerio apostólico como servicio prestado a los súbditos. En consecuencia hay un mayor interés en poseer unas relaciones basadas en la cooperación y armonía, que en el dominio del superior sobre el súbdito, ya que el amor es para todos la suprema motivación.
Resulta ante esto evidente que también actualmente la autoridad eclesiástica ha de cumplir su tarea con espíritu de fe, amor, servicio y fidelidad a la recta doctrina. Su función de gobierno se basa en el poder de la consagración episcopal, es decir en un sacramento en el que se confiere el Espíritu Santo, criterio clarísimo para distinguir la autoridad en la Iglesia de la autoridad civil.
Pedro Trevijano