La Declaración Universal de los Derechos Humanos quiso brindar a toda la humanidad, a todas las naciones y personas, la posibilidad de un orden en paz y desarrollo, en el que la verdadera dignidad corresponde a la persona humana, su dignidad y derechos, y en el que las demás comunidades, desde la familia hasta la nación y la sociedad internacional, se encuentran a su servicio.
La Iglesia anima a todos a conocer y poner en práctica esta Declaración, que es un medio eficaz para fomentar la paz. De una manera expresa, el tercer párrafo del Preámbulo considera “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un estado de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Se recoge aquí uno de los nervios de la cultura de los derechos humanos: la lucha por las libertades inherente a la dignidad humana.
Nunca estará del todo concluida esta lucha, porque siempre encontraremos personas que necesitan apoyo para ver defendida su dignidad humana. Una sociedad tecnológicamente desarrollada tiene que tener particular atención a los que pueden ser arrollados por un progreso que les excluye: los concebidos prenatales, los enfermos y ancianos, las familias que tienen que emigrar en situaciones dramáticas, los niños sin familia que viven en las calles de las ciudades del tercer mundo, las mujeres y los niños y niñas víctimas de la violencia doméstica o del tráfico sexual, las personas y las familias que no pueden expresar libremente su fe, los amenazados por organizaciones terroristas…
Y nunca tendrá una ideología, un partido, o un país, el monopolio del desarrollo de las libertades inherente a la persona, porque la dignidad humana no puede ser completamente expresada por una visión singular del mundo. Es una tarea de común descubrimiento de los individuos, las naciones y los pueblos. La Iglesia católica ejerce también con plena convicción este papel de servidora de la dignidad humana, en la que encuentra la imagen de su Señor, cuya encarnación ha revelado a la humanidad y a cada persona la fuente última de su dignidad.
La verdadera soberanía en la dignidad humana llama a la autoridad política a dejarse guiar por la ley moral, fundamento de los derechos humanos. De este orden proceden la fuerza que la autoridad tiene para obligar y su legitimidad. La autoridad debe reconocer, respetar y promover los valores humanos y morales esenciales, que derivan de la verdad misma del ser humano, y que expresan y tutelan la dignidad de la persona.
Son valores que no se fundan en mayorías de opinión provisionales y mudables. Deben ser reconocidos, respetados y promovidos como elementos de una ley moral objetiva, ley natural inscrita en el corazón del ser humano, y punto de referencia normativo para la ley civil. La autoridad debe emitir leyes justas, conformes a la dignidad de la persona humana y a los dictámenes de la recta razón. Cuando una ley está en contraste con la razón se convierte en una fuente de tensiones y germen de violencias.
La doctrina de la Iglesia afirma sin titubeos que el ciudadano no está obligado en conciencia a seguir las prescripciones de las autoridades civiles si éstas son contrarias a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. Las leyes injustas colocan a la persona moralmente recta ante dramáticos problemas de conciencia: cuando son llamados a colaborar en acciones moralmente ilícitas, tienen obligación de negarse. Este deber moral se traduce en el derecho humano elemental a la objeción de conciencia, que la misma ley civil debe reconocer y proteger. Las naciones y gobiernos que protegen y tutelan la objeción de conciencia otorgan mayor grado de libertad a sus ciudadanos. Es un signo de madurez democrática frente a las tentaciones totalitarias que también pueden aparecer camufladas en todo sistema político, incluido el de las democracias parlamentarias. La objeción de conciencia es un derecho de cada ciudadano en las sociedades libres.
Las experiencias vividas en el siglo XX y en los albores del XXI reiteran la sabiduría de estos principios. La Iglesia siempre estará dispuesta a encontrarse y a caminar con aquellos que quieran promover la dignidad humana por la razón, no por la fuerza.
Con mi bendición y afecto,
+ Agustín García-Gasco, cardenal arzobispo de Valencia