Resuena hoy en España una palabra que muchos veneran, que todos pronuncian con gravedad y a la que la mayoría otorga ese poder sacramental que tienen las voces cuyo efecto milagroso se persigue, pero cuyo preciso significado se ignora. Es la palabra “dignidad”, y se ha convertido en refugio preferido de la indignidad moderna.
En la “dignidad” de algunos grupos se justifica la perversión de la justicia. Por la dignidad de la mujer se legaliza la discriminación por razón de sexo en la Ley de Igualdad de Género, pero se castiga la educación diferenciada en la Ley de Igualdad de Trato. Por la dignidad del homosexual se legaliza la unión gay, mientras desaparecen “marido” y “mujer” de los códigos de familia. Por la dignidad de un bando de la guerra civil se promulga la Ley de Memoria Histórica contra la verdad histórica. ¿Dignidad? Quienes así la entienden deberían dignarse a recordar que la libertad es fundamento de la dignidad humana, en vez de ahogarla en la injusticia tratando igual lo diferente; y que esta libertad tiene su asiento en la verdad, inasequible al intento orwelliano de alterar el pasado para controlar el futuro.
En la “dignidad” de las bestias se rebaja la dignidad del hombre. Por la dignidad del chimpancé se discute en el Congreso la concesión de derechos a los simios, después de que la nueva ley de reproducción asistida bendijera la menguelización de embriones humanos. Y por la dignidad, sufrimiento y derechos de los toros se prohiben las corridas en Cataluña, días después de que dos de cada tres diputados catalanes exterminaran la dignidad de sus paisanos más inocentes e indefensos apoyando en el Congreso la nueva ley del “derecho” al aborto. ¿Dignidad? Los que así la votan deberían dignarse a proclamar la naturaleza inviolable de la dignidad humana, en vez de inventar la dignidad humana de la naturaleza.
En la “dignidad” se aúpa el nacionalismo, degeneración del patriotismo. Por “La dignidad de Cataluña” publican doce periódicos catalanes un mismo editorial, reclamando al Tribunal Constitucional una sentencia favorable al nuevo Estatuto nacionalista que ampara el aborto y la eutanasia, mientras veinte páginas adelante comercian con la dignidad de las catalanas anunciando los servicios sexuales de colegialas y dominatrices. ¿Dignidad? Aquellos que así la reclaman deberían dignarse a defender la dignidad humana sobre cualquier ideología y moneda, en lugar de encimar el nacionalismo y la subvención sobre la dignidad de cualquier persona.
Y en la “dignidad” acampa el nihilismo “indignado” de la Puerta del Sol, acendrado subproducto de la civilización que le indigna. A quienes allí reclaman una “revolución ética” y una vida digna no parece importarles que mientras protestan se apruebe el proyecto de Ley de Muerte Digna. A los estudiantes por la dignidad no les indigna Educación para la Ciudadanía, la retirada de crucifijos de las escuelas o los asaltos a las capillas universitarias. ¿Dignidad? Cuando en tiempo de bonanza económica los políticos legislaban contra la dignidad de la persona, ¿dónde acampaban quienes en la crisis dicen “somos personas, no productos del mercado”? Los “indignados” deberían dignarse a comprender que la dignidad humana no deriva de ningún sistema político o económico, sino que los precede y sustenta.
Si bien se mira, todos los disparates citados tienen su fuente y estuario en el laicismo. Pero ¿por qué el laicismo usa la “dignidad” para cohonestar su proyecto de ruina social? Lo explicó el magnífico Balmes: el aprecio por la dignidad del hombre, de la mujer y de la familia fue obra del cristianismo. Y para extraviar a las sociedades que deben su civilización al cristianismo “no se encuentra medio más a propósito que el invocar la dignidad del hombre. A nombre de defender y realzar la dignidad humana, se trastorna la sociedad”. Sin embargo, ya no se trata de la auténtica dignidad, sino de su sombra grotesca y deformada. A eso se refería Chesterton cuando veía el mundo moderno lleno de ideas cristianas que se habían vuelto locas.
Balmes creía que el triunfo del secularismo provocaría el resurgir del concepto pagano de individuo y sociedad, que tenía al hombre en nada y lo sometía a la fuerza tiránica del poder público. Los totalitarismos del siglo XX corroboraron este vaticinio, y el XXI no nace con mejores augurios. Por un lado, el estado laicista anticristiano diluye la dignidad de sus súbditos para atravesarles con su poder como sardinas en lercha; por otro, el islam reduce la dignidad humana a las creencias que éste profesa, oprimiendo a sus fieles con la letra del Corán y a los infieles con el hierro de la espada.
Pero aún hay sol en las bardas. Hay que proclamar que el hombre es siempre digno sólo por serlo, desde su concepción hasta su muerte natural, sea rico o pobre, esté sano o enfermo. Hay que descubrir que esta nobleza reposa en la dimensión trascendente del ser humano. Y hay que recordar que Dios no es el adversario de la dignidad del hombre, sino su más robusto fundamento y garantía. Hasta que el hombre no se dignifique de veras, la “indignación” moderna será sólo un ataque hipócrita a la dignidad del hombre.
Publicado por Guillermo Elizalde Monroset en © Fundación Burke