Queridos amigos y hermanos: paz y bien.
Andaba yo con un grupo de niños. Ellos pensaban que los ríos se llenaban de agua con algún grifo escondido, qué sé yo en qué lugar. Aquellos niños no imaginaban la realidad, o quizás nunca la habían visto, porque tal vez nadie se la había mostrado. Y tuvimos que explicarles cómo el grifo tiene forma de glaciar, en las cumbres nevadas más altas, o en los arroyos discretos que se esconden en las entrañas de nuestras montañas. Fue preciosa aquella catequesis sobre la naturaleza en la que Dios mismo se nos narra. Vio Dios lo que había hecho, y lo encontró bueno, lo encontró bello. Es la canción inocente de la creación que da testimonio así de la firma de autor de su Creador. Esta anécdota la retomamos enseguida.
Me viene este recuerdo precisamente ante el domingo en el que celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, que como decía con humor San Juan de Ávila, es el “santo” que más devoción da. La vida íntima de Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, nos permite que podamos contemplarnos como en un espejo, es decir, quiénes somos en verdad los cristianos, la Iglesia. La Trinidad no es un teorema complicado de aritmética teológica, sino el rostro reluciente y el hogar habitable que anhela nuestro corazón, el corazón del único ser creado a imagen y semejanza de su Creador.
Precisamente, porque nuestras vidas no siempre reflejan nuestro origen y nuestro destino en Dios, es decir, porque en tantas ocasiones la historia humana se ha asemejado a cualquier cosa menos a Dios, porque demasiadas veces nuestras ocupaciones y preocupaciones desdibujan o incluso malogran la imagen que nuestro Creador dejó en nosotros plasmada, justo por eso necesitamos volver a mirar y a mirarnos en Dios.
La fiesta de este domingo y las lecturas bíblicas de su misa, nos permiten reconocer el rasgo de la imagen de Dios a la cual debemos asemejarnos: Dios no es solitariedad. El es comunión de Personas, Compañía amable y amante. Por eso no es bueno que el hombre esté solo: no porque un hombre solo se puede aburrir sino porque no puede vivirse y desvivirse a imagen de su Creador. Se rompería su razón de ser, su secreto más amado.
Vuelvo a retomar la anécdota del principio. En la Iglesia hay una vocación particularmente atenta a esta mirada sobre Dios y a este dejarse mirar por Él, que la Iglesia nos señala en esta festividad de la Santa Trinidad. Los monjes y las monjas contemplativos son, en sus respectivos claustros, quienes nos recuerdan radicalmente al resto de los cristianos la Belleza de Dios y nuestra vocación última de abismarnos en Él para poder testimoniarle de mil modos. Ellos representan las huellas vivientes de la Santa Trinidad al tiempo que nos recuerdan a todos que también nosotros estamos llamados a serlo desde nuestra vocación específica.
La palabra creadora de Dios que los contemplativos escuchan en su silencio monástico, es la misma palabra que quienes son llamados a una vocación apostólica anunciarán en los caminos; la presencia amiga y misericordiosa de la Trinidad que ellos adoran y celebran en su soledad claustral, es la misma presencia que otros deberán anunciar como buena noticia en las encrucijadas del mundo. Unos y otros formamos parte de la misma Iglesia de comunión, pero unos y otros nos ayudamos siendo lo que debemos ser en nuestro surco concreto.
Los contemplativos son en la Iglesia como los glaciares, o como los pequeños ríos que se deslizan dentro de las montañas. Silenciosos, no dejan de regalarnos su agua con discreción, haciendo fecundos nuestros valles. Rezan por nosotros y alaban al Buen Dios, ofreciendo sus vidas por la gloria del Señor y la bendición de la Iglesia y la humanidad. Es un regalo poder contar con las hermanas que llenan nuestros monasterios en la Diócesis. Damos gracias por ellas y con ellas, a la Santa Trinidad. Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Jesús Sanz Montes, ofm. Arzobispo de Oviedo