Dios creó al hombre del barro de la tierra, y después insufló en su nariz un aliento de vida. Desde ese momento, se dieron cita, en el ser humano, lo pesado y lo sublime, lo quebradizo y lo eterno, lo torpe y lo perfecto. Somos la reunión de todas las paradojas.
En el hombre, en cuyas manos había depositado Dios toda la Creación visible, la Tierra se volvía espiritual y se “encielaba”. Aquel Aliento infundido en la nariz de Adán era el abrazo con que el Creador recogía su obra y la estrechaba contra Sí. Era el ser humano como alma y presencia del Dios en el mundo. No había otro ser, en todo el Universo, que pudiese mirar a los ojos del Creador y amarlo con el mismo Espíritu con que era amado por Él.
Podría decirse que el primer pecado no fue sino un trágico estornudo. Quiso el hombre ser señor de la Tierra mejor que mayordomo del Cielo, y, al abrir la boca para morder el fruto, llenó sus pulmones de mundo y los vació de Dios. En aquél en quien la Tierra debía “encielarse” más bien fue el Cielo el que se enterró. De bruces contra el suelo -triste despertar de todo pecado- se vio mordiendo el polvo quien había querido alzarse sobre las nubes a mordiscos. Y se encontró presa de la muerte quien estaba llamado a llenar de vida la Creación.
Desde ese preciso instante, vive el ser humano en estado de asfixia, maldito estornudo. El aire que respira en esta tierra apenas basta para sustentar un número muy contado de inhalaciones. Y, entre la primera y la última (cuyo número está marcado desde el nacimiento), el cuerpo trabaja y el espíritu se ahoga. No pueden las partículas de oxígeno que flotan en la atmósfera devolver al alma el aroma de Dios. Y el alma jadea, y llora, y sufre un vacío que todas las criaturas juntas, introducidas incluso a la fuerza en las narices del hombre, no logran llenar. Aunque pudiese el hijo de Adán, en su infinita ansiedad, aspirar los planetas, se seguiría sintiendo vacío por dentro, por ese “dentro” que estaba reservado para el Aliento de Dios.
“Os infundiré mi Espíritu, y viviréis” (Ez 37, 6). Después de ascender a lo más alto del Cielo, Jesús había renovado esta promesa de Dios: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1, 5). Llega Pentecostés, y el Aliento del Creador, por fin, llenará el aire, para que el alma del hombre, redimido en la Cruz del Señor y renovado por su Resurrección, pueda volver a respirar Dios.
Es preciso ensanchar los pulmones, dilatar el corazón, expandir los deseos. Podría encontrarnos Pentecostés con una pinza en la nariz y un estercolero en el pulmón. ¿Qué nos aprovecharía entonces el Aliento de Vida? Es necesario desear de nuevo a lo grande, a lo divino, aunque duela. Desafiar a esa tortícolis de siglos y levantar la cabeza, dirigir la vista al Cielo y anhelar purezas y santidades, glorias y eternidades que jamás podríamos obtener con nuestras pobres fuerzas. La nostalgia del Cielo debe despertarse y sangrar como al principio. Y así, con los pulmones abiertos y ensangrentados, empapados los ojos en lágrimas gritaremos con la misma fuerza con que Adán estornudó, como si quisiéramos vomitar por nuestro aliento todo el mundo que hemos respirado: “¡Ven, Espíritu Santo!”.
“De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó la casa en la que se encontraban” (Hch 2, 2). Dios -no lo dudes, lo ha prometido- volverá a soplar. Y el alma se llenará de Vida, y respiraremos de nuevo el Aire puro, el Aliento que nos hará dioses y nos devolverá a ese abrazo del que jamás debimos escapar. Como niños, entonces, lloraremos y descansaremos, balbuciendo la única palabra que debimos aprender: “Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ‘¡Abbá, Padre!’” (Rom 8, 15).
José-Fernando Rey Ballesteros. Publicado originalmente en su blog De un tiempo a esta parte…