Después del golpe de estado que derrocó a la presidenta argentina María Estela Martínez en marzo de 1976, casi todas las repúblicas de Iberoamérica estaban gobernadas por juntas militares. Las excepciones eran Costa Rica, Colombia, la República Dominicana y Venezuela, que mantenían sistemas más o menos democráticos; México, bajo un régimen de partido único, y Cuba, sometida a una tiranía comunista que todavía dura.
Entre esos regímenes militares los había de izquierdas, como los de Perú y Panamá; otros que habían montado un partido civil y permitían elecciones, como el de Brasil, y otros que eran antipartidos y anticomunistas, como los de Argentina, Chile y Uruguay. Dentro de estos últimos, también había diferencias. La Junta argentina era un aliado incondicional de Estados Unidos, hasta el punto de que envió asesores a la Contra nicaragüense, y recibía asesoramiento del Ejército francés en materia de lucha antisubversiva (la misión militar francesa en Buenos Aires se mantuvo hasta 1981). La chilena, en cambio, se inspiró en el modelo represivo brasileño y asesinó a sus adversarios incluso en Washington. Mientras en la Junta argentina cada general conspiraba contra sus compañeros, en la chilena mandaba una sola persona.
Expansionismo argentino
La política exterior también era distinta. Las juntas peruana y argentina estaban empeñadas en armarse hasta los dientes y hacer la guerra a sus vecinos. Por el contrario, Augusto Pinochet se empeñó en hacer la paz. En esos años, en Sudamérica, la situación geopolítica más peligrosa era la de Chile: tenía contenciosos territoriales con sus tres vecinos, Perú, Bolivia y Argentina; además, un embargo de armas aplicado por Estados Unidos a instancias del senador Edward Kennedy había dejado a sus Fuerzas Armadas sin material moderno.
La Junta argentina encarnó los deseos de gran parte de la dirigencia del país (incluido Juan Domingo Perón) de obtener, por las buenas o por las malas, el rango de potencia regional y expandirse. Además, con mayores riquezas, población y recursos, los gobernantes argentinos dispusieron de créditos para comprar armamento a Francia, Estados Unidos, Alemania y otras potencias occidentales.
Argentina reclamaba tres islas: Picton (96 kilómetros cuadrados), Nueva (103) y Lenox (144), en el canal de Beagle, en la Patagonia, que nunca habían estado bajo su soberanía, sino bajo la de Chile, así como la delimitación de las aguas territoriales. Estaban en juego el control del paso entre el Atlántico y el Pacífico, la proyección sobre la Antártida y los recursos pesqueros y petrolíferos. Argentina no disponía de títulos para probar su reclamación, mientras que Chile había realizado numerosos actos de soberanía constatables en el siglo XIX y tenía en ellas puestos militares.
Rechazo al laudo de Isabel II
En vez de dejar el asunto en la ambigüedad, el Estado con menos títulos promovió una solución definitiva por la fuerza –como ocurrió con el islote de Perejil–. Sin que se conozca el motivo, el argentino Agustín Cano Lanusse propuso al chileno Salvador Allende, en la reunión que mantuvieron en Salta del 22 de julio de 1971, pedir a Isabel II un laudo arbitral. De acuerdo con el compromiso firmado por ambos presidentes, se formaría un tribunal, compuesto por cinco peritos, nombrados por Chile y Argentina, que presentarían un laudo a la reina, que ésta aceptaría o rechazaría sin modificar nada. Ambos Gobiernos se obligaban a cumplir con lo dispuesto.
El 2 de mayo de 1977, Isabel II comunicó el laudo, que reconocía la soberanía chilena sobre las islas y las aguas objeto de disputa. El Gobierno argentino, de nuevo en manos militares, lo rechazó de plano. En Chile se había hecho con el poder en 1973 una junta, presidida por el general Pinochet, que mantenía la política de los Gobiernos anteriores de buscar una solución pacifica.
A lo largo de 1977 y 1978 la Junta argentina, y dentro de ella los generales del Ejército de Tierra, comenzó la preparación para la guerra. Así, pactó una alianza con Bolivia, que demandaba a Chile una salida al Pacífico, e hizo ejercicios de oscurecimiento de ciudades en previsión de bombardeos y maniobras militares. La prensa argentina alimentó el chovinismo, acrecentado por la victoria en los Mundiales de fútbol; por el contrario, la prensa chilena rehusó avivar el fuego. Buenos Aires se opuso a todas las propuestas chilenas o las aplazó.
Operación Soberanía
Las Fuerzas Armadas argentinas elaboraron la Operación Soberanía, un plan de guerra total: la Aviación destruiría a su par chilena en sus propios aeropuertos, tropas y blindados invadirían el país vecino por Neuquén para partirlo en dos y la Armada ocuparía las islas reclamadas y otras adyacentes. Se ha calculado que en los primeros días de la guerra podrían haber muerto 30.000 personas en los dos países.
El 15 de diciembre de 1978, el presidente argentino, general Jorge Videla, presidente de Argentina, confesó al nuncio Pío Laghi que había firmado el decreto que ordenaba a las Fuerzas Armadas la ocupación de las islas. Tanto Videla como Roberto Viola, jefe del Estado Mayor del Ejército, no podían frenar a camaradas como los generales Benjamín Menéndez, Leopoldo Bignone y Carlos Suárez Mason.
En cuestión de minutos, monseñor Laghi envió al Vaticano un cable en el que pedía la inmediata intervención de la Santa Sede. Sólo hacía pocas semanas que un cónclave había elegido al cardenal Karol Wojtyla como nuevo papa: el 16 de octubre.
Una guerra parada por horas
Los militares argentinos fijaron el día D para el miércoles 20 de diciembre, pero esa noche una tormenta con olas de doce metros de altura descargó sobre su flota, lo que impidió el desembarco de los infantes de marina y el despegue de los helicópteros de ataque del portaaviones 25 de Mayo. La fecha de la guerra se trasladó al viernes 22 a las 22 horas. De nuevo con los buques en la mar, el almirante al mando recibió la orden de regresar a puerto: Juan Pablo II había ofrecido su arbitraje a ambos Gobiernos y el argentino había aceptado.
Según ha contado Laghi, Juan Pablo II le explicó que aceptó la mediación, pese a los riesgos de fracaso, con estas palabras: "Yo no podía dejar de intervenir para frenar una guerra entre dos naciones católicas".
El día de Navidad, el enviado papal, el septuagenario cardenal Antonio Samoré, viajó a Buenos Aires y empezó las negociaciones para reducir la tensión, primero con Videla y luego con Pinochet. El 8 de enero de 1979 los dos Gobiernos firmaron en Montevideo la petición de mediación al Papa y el compromiso de abstenerse de recurrir a medios militares.
Campaña contra el enviado del Papa
La chapucería entre los argentinos era de tal calibre, que en un mapa que enviaron desde Buenos Aires a la delegación argentina en Roma las tres islas figuraban bajo soberanía chilena. El representante argentino, el general Ricardo Etcheverry, examinó el documento y no lo presentó.
Los argentinos dieron muestra de su marrullería organizando una campaña contra el cardenal Samoré: rumores sobre una amante, dosieres, visitas de periodistas y agentes a su pueblo natal en busca de trapos sucios... La angustia que se le creó influyó en su muerte, en febrero de 1983.
La Junta argentina tampoco aceptó la propuesta del Papa, presentada en 1980. La caída del régimen del Proceso de Reorganización Nacional supuso la desaparición de los obstáculos al acuerdo.
El Gobierno democrático del presidente Raúl Alfonsín propuso en referéndum la aprobación de la propuesta papal. La votación se produjo el 25 de noviembre de 1984. El sí obtuvo el 81,13% de los votos, frente al 17,24% del no y un 1,63% de blancos. Votó el 70,17% del censo.
El 29 de noviembre de 1984, los ministros de Asuntos Exteriores de Argentina y Chile firmaron en el Vaticano un tratado de paz y amistad que sigue vigente.
La testarudez peronista
Sin embargo, en un último episodio de testarudez, el Senado argentino, donde los radicales y los peronistas estaban casi igualados, estuvo a punto de rechazar la ratificación del acuerdo: hubo 23 votos a favor, 22 en contra y 1 abstención.
Entre la Operación Soberanía y esa firma, los generales argentinos tuvieron la guerra que buscaban en las Malvinas –aplaudidos por los civiles–, y fueron derrotados de manera vergonzosa. Sin duda, de haber estallado la guerra, se habría cumplido lo que previó Pinochet: "Una guerra de montonera, matando todos los días, fusilando gente, tanto por parte de los argentinos como por nuestra parte, y al final, por cansancio, se habría llegado a la paz".
Gracias a Juan Pablo II, dos países hermanos están enterrando su hostilidad.
Pedro Fernández Barbadillo
Publicado originalmente en el Suplemento de Historia de Libertad Digital