El Parlamento de Budapest aprobó el pasado 18 de abril la nueva Constitución de Hungría. El texto presenta una serie de rasgos del máximo interés, aunque insólitos en la Europa actual. La nueva Constitución es tan políticamente incorrecta que parece un milagro (no es de extrañar que la prensa “progresista” ande rasgándose las vestiduras).
La Constitución reconoce explícitamente la importancia del pasado cristiano en la forja de la identidad húngara. Es decir, adopta una postura diametralmente opuesta a la que caracterizó a la abortada Constitución europea (que omitió cualquier mención del cristianismo, aunque sí citaba a Grecia, Roma y la Ilustración). Hungría no participa, pues, de la patológica actitud de autonegación histórico-cultural que caracteriza a muchos países occidentales. Reconocer las raíces cristianas no es más que un acto de justicia histórica: una constatación fáctica (el país ha sido cristiano mucho tiempo, y eso ha dejado huellas en su identidad), no una profesión de fe (de hecho, Hungría es hoy día uno de los países más descristianizados).
La gran campanada, sin embargo, viene con los artículos que proclaman que el Estado protegerá “la institución del matrimonio como una comunidad de vida entre un hombre y una mujer” y que “la vida del feto deberá ser protegida desde el momento de la concepción”. Hungría blinda el carácter heterosexual del matrimonio (adelantándose a posibles presiones de la UE en favor de su ampliación a las parejas del mismo sexo) y se incorpora al pequeño grupo de Estados europeos que reconocen el derecho a la vida de los seres humanos no nacidos. Lo primero es una muestra de sentido común (todas las culturas, en todos los tiempos, han sabido que las leyes debían promover la convivencia estable entre hombre y mujer … porque sólo de ahí surgen hijos; la protección especial dispensada a la asociación de hombre y mujer –la única fértil- no implica que otras formas de asociación sean prohibidas). Lo segundo, una inyección de esperanza para la causa pro-vida: la cultura de la muerte no es irreversible; en menos de 20 años, dos importantes países europeos (el primero fue Polonia en 1993) han pasado del aborto libre a una regulación restrictiva. Los “progresistas”, a falta de mejores argumentos, terminan a menudo diciendo que el matrimonio gay y el aborto libre son inevitables porque “la sociedad ha cambiado” y “lo exigen los tiempos”. No, los tiempos no exigen nada. Los tiempos discurrirán en la dirección que decidamos imprimirles. Ninguna ley histórica condena a las sociedades a “progresar” indefinidamente hacia la anomia y la disolución de vínculos.
La Hungría que dibuja la nueva Constitución no es un Estado neofascista. Las libertades democráticas y la separación Iglesia-Estado quedan claramente consagradas. Hungría es, simplemente, un país que quiere sobrevivir, y por tanto promueve la vida, penalizando su destrucción en la fase prenatal y promoviendo el “ecosistema” natural de la vida incipiente (la convivencia estable entre hombre y mujer).
Quien lea “Hungría quiere sobrevivir” pensará … ¡qué exageración! No lo es en absoluto. Casi toda Europa tiene unas perspectivas demográficas sombrías, pero en los países eslavos éstas son especialmente aterradoras. Con tasas de fertilidad que oscilan entre los 1.2 y los 1.5 hijos/mujer (el índice de reemplazo generacional es 2.1) y privados de la inmigración que, en Europa occidental, atenúa (aunque insuficiente y transitoriamente) los efectos de la huelga de vientres, los países de Europa del Este parecen abocados al desastre en pocas décadas: colapso socio-económico por insostenibilidad del sistema de bienestar (¿quién pagará las pensiones y la sanidad cuando haya casi tantos jubilados como activos?). Es el mismo futuro que le aguarda a España (1.3 hijos/mujer). La inmigración no lo solucionará (las tasas de natalidad están cayendo también en Hispanoamérica y el Magreb: pronto no tendrán ya excedentes de población que exportar; y ambos crecen económicamente más rápido que España: a medida que se acorte la diferencia de renta, disminuirá el incentivo para emigrar).
En ese contexto, resulta del máximo interés la posibilidad –necesitada de desarrollo legislativo- abierta por el art. XXI.2 de la Constitución húngara: un sistema de sufragio ponderado que atribuya a las madres tantos votos como hijos tengan a su cargo. La medida sería revolucionaria (rompe con el principio “un hombre, un voto”), pero la Europa post-familiar y post-natal necesita tratamientos de choque. Y, más allá de la aparente desigualdad que introduce, no deja de ser justa: atribuye mayor capacidad de incidencia en la determinación del futuro del país a aquéllos que, teniendo hijos, hacen posible que ese futuro exista.
¿Por qué se ha hundido la natalidad en la Europa reciente (la sociedad más próspera de la Historia)? Creo que la causa principal es la generalización de una mentalidad hedonista que considera a los hijos una carga (si el sentido de la vida estriba en pasarlo bien, ¿para qué cargarse con niños?) y de una ética amorosa que excluye el compromiso definitivo y garantiza la perpetua renovabilidad de la pareja (casi nadie se decide a tener hijos con una pareja provisional). La sociedad debería reverenciar y proteger lo más posible a “los últimos padres”: la fracción menguante de población que todavía hace la “anticuada” apuesta de casarse y tener hijos. Un hombre y una mujer que se dejan ahorros y juventud en cuidar de sus hijos prestan al país un servicio insustituible (que no presta, en cambio, el soltero de oro que prefiere pasar las vacaciones en el Caribe). Ese servicio debe ser reconocido fiscal, simbólica y hasta políticamente. A Europa le va, literalmente, la vida en ello.
Francisco José Contreras
Publicado originalmente en ABC de Sevilla