Estos días ha tenido lugar el fallecimiento de un pariente relativamente próximo. La primera vez que fui a visitarle al Hospital tuve con él el siguiente diálogo: “¿Te traen la Comunión?” “No”, fue su respuesta. “¿Te gustaría recibirla?” “Sí”, “¿Quieres confesarte?” “Sí”. Le confesé y luego comentó a su esposa que se había quedado muy contento.
Esto nos pone delante de un problema que no podemos escamotear: ¿cómo afrontar la propia muerte? Es, me parece, la decisión más importante de nuestra vida, porque nos enfrentamos ante nuestro destino eterno. La absolución al penitente debidamente dispuesto supone la reconciliación con Dios y con la Iglesia, la devolución de la gracia y el estar debidamente preparado para enfrentarse a la muerte y al encuentro con Dios. Recuerdo que hace unos años leí una serie de entrevistas a personas conocidas y una de las preguntas era. ¿Cómo te gustaría morirte? Y solamente unas pocas respondieron la que para mí es la respuesta correcta: “En gracia”. Hay por parte de las familias un miedo atroz a decirle la verdad al enfermo para que no se asuste y por parte del enfermo también con frecuencia no se atreve a llamar a un sacerdote por la misma razón: “no vaya a asustarse mi familia”, por lo que cuando se encuentran con el sacerdote experimentan un considerable alivio. Muchos sacerdotes sin embargo pueden contar que cuando un enfermo se ha puesto en paz con Dios, el haber resuelto ese importante problema tiene en él la consecuencia de no sólo una mejoría psíquica, sino, a veces, incluso, una mejoría física que puede ser muy importante en casos que la enfermedad no sea necesariamente mortal.
El resultado de la confesión es un gran consuelo, paz y ánimo para afrontar la enfermedad. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad. El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual. En efecto el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera resurrección espiritual, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad con Dios” (nº 1468).
Con lo dicho está claro que personalmente, y lo recomiendo así a los demás, que no me haría ninguna gracia que, cuando me llegue el momento, no se me avise. Pienso que el informar al enfermo es un deber de los familiares para que así pueda, si quiere, abordar cristianamente la muerte. Para un hecho tan importante hay que ir debidamente preparado, aunque algunas cosas civiles, como el hacer testamento, conviene tenerlo hecho para evitar problemas a los demás. Pero hay otra pregunta: ¿cuándo? Recuerdo que mi padre nos tenía dicho que él no quería morirse sin saberlo, lo que no significa que haya que decirlo desde el primer momento. Cuando vimos que no le quedaban ya sino unos pocos días de vida decidimos darle la Unción de Enfermos lo que provocó su pregunta de qué enfermedad tenía, pues hasta aquel momento, aunque recibía regularmente los sacramentos, le habíamos ocultado su cáncer.
P. Pedro Trevijano, sacerdote