Un problema bastante serio en la Iglesia actual y que origina bastante desconcierto en los fieles es el ver como los que nos decimos católicos, e incluso teólogos, nos tiramos a veces los trastos a la cabeza, sirviéndonos para ello incluso de la Biblia, por lo que estos fieles se preguntan: ¿cómo sé yo que estoy de verdad siguiendo a Jesucristo?
El intento de servirse de la Palabra de Dios para alejarnos de Dios y de Jesucristo no es precisamente una novedad. El propio Satanás lo utiliza cuando intenta desviar a Jesucristo de misión mesiánica. En el relato de la segunda tentación en San Mateo 4,5-7 leemos que el Tentador dice a Jesús: “Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, pues escrito está: “A sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que no tropiece tu pie contra una piedra” (Sal 91,11-12)”. Ratzinger en el volumen primero de su Jesús de Nazaret nos dice sobre este asunto: “El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud; todo el diálogo de la segunda tentación aparece formalmente como un debate entre dos expertos de las Escrituras: el diablo se presenta como teólogo”… “No se trata de un no a la interpretación científica de la Biblia como tal, sino de una advertencia sumamente útil y necesaria ante sus posibles extravíos. La interpretación de la Biblia, puede convertirse, de hecho, en un instrumento del Anticristo. A partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús, que desmantelan la fe.
Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, sino que hablamos sólo nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer. Y el Anticristo nos dice entonces, con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo; sólo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos.”… “El debate acerca de la interpretación es, al fin y al cabo, un debate sobre Dios” (pp. 60-61).
En pocas palabras, hay que mantener que la interpretación científica de la Biblia nos es necesaria y “el método histórico-crítico indispensable a partir de la estructura de la fe cristiana” (pág. 12). En los textos citados encontramos buenos criterios para poder distinguir la verdadera interpretación de la Biblia de las erróneas o desviadas, siendo el más importante la lectura de la Biblia con una visión de fe. Es decir una lectura sin fe es una lectura no cristiana y en cambio si queremos sacar verdadero provecho de la lectura de la Biblia y que sea para nosotros fuente de vida cristiana es la fe la que debe guiar toda nuestra lectura y reflexión bíblica, porque como dice el nº 12 de la Constitución conciliar “Dei Verbum” : “La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita”… “Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios”.
Por ello volviendo a la pregunta del párrafo inicial: ¿cómo sé yo que estoy de verdad siguiendo a Jesucristo?, la contestación es sencilla: no sólo tener el propósito de seguir a Jesucristo, sino buscar este seguimiento en comunión con la Iglesia. En cierta ocasión preguntaron a un conocido teólogo si los curas contestatarios podían seguir siendo considerados católicos. Su respuesta fue: “mientras no nieguen ninguna verdad de fe, sí. Pero hay uniones y uniones. Hay quien está unido a la Iglesia por lazos muy fuertes y hay quienes su unión con la Iglesia tiene menos fuerza que el pegamento de un chicle”. Pidamos, como hicieron los apóstoles con Jesucristo, el don de la fe (cf. Lc 17,5).
P. Pedro Trevijano, sacerdote