Mucho se habla de las crisis de vocaciones, del número de seminaristas, religiosos y religiosas, en general de personas que realizan una opción radical por el Señor viviendo santamente en el celibato. En todos los estados de vida hay que vivir santamente, esa es la doctrina cristiana. Pero hay algunos, vírgenes, que tendrán un lugar especial en el Reino de los Cielos (cfr. Apocalipsis), de cuya santidad está sostenida la Iglesia, de esas joyas preciosas de las que está hecho el vestido de la Esposa. Pienso personalmente que la situación de la Iglesia y del mundo depende muy estrechamente de la santidad de estos elegidos, del buen olor de Cristo que se propaga por todo el orbe. Creo también que de alguna manera de esa santidad vivimos todos los demás: los santos consagrados a Dios son como las estrellas del firmamento que nos guían en nuestro caminar.
Naturalmente, no hablo de los “estados de santidad”, sino simplemente recordé una necesidad vital para la Iglesia. Pero el tema de este artículo es otro, aunque esté relacionado con lo arriba mencionado. Me propongo reflexionar sobre la “cantera” natural de la Iglesia, que son las familias cristianas. Más aún, sobre la “cantera de la cantera”, es decir, del noviazgo entre jóvenes cristianos y de nuestra relación con esa realidad.
En resumen, si no hay familias cristianas, no hay vocaciones. Eso de forma general. Claro está que Dios siempre intervendrá, porque Dios puede “sacar de estas piedras los hijos de Abraham”. Pero nosotros, los fieles, del estado clerical o no (los clérigos son también fieles, si no, serían infieles), también tenemos algo que ver con todo esto.
En ese sentido afirmo o mejor dicho recuerdo algo elemental, y es que la familia cristiana debe ser preparada con antelación, es decir, hay que ocuparse de lo que llamé “cantera de la cantera”. Porque si uno espera a que unos jóvenes se casen, y luego evangelizarlos esperando conseguir una familia cristiana convencida y comprometida… mucha suerte hay que tener. Incluso cuando uno de los dos es un cristiano convencido, se puede encontrar con el trabajo duro de la evangelización de su consorte (y tú marido, ¿qué sabes si vas a salvar a tu mujer y viceversa? Cfr. 1ª Cor), que tantas dificultades puede presentar en más de una ocasión, como atestigua la experiencia.
El argumento de fondo para este artículo me venía de recuerdo a una anécdota que me pasó cuando todavía era estudiante en Sarajevo. Yo procedía de Herzegovina, de Mostar, y estudiaba en la capital. Varios amigos míos entraron en la orden franciscana y estudiaban teología en Sarajevo. Solía visitarles de vez en cuando en su convento, que al mismo tiempo era la facultad en la que se formaban, aprovechando unas clases de teología que se impartían para los estudiantes. Recuerdo que objetaba a un fraile respecto al nivel de teología que se impartía, me parecía insuficiente. A eso fray Luka me respondía que no era eso lo único que les importaba, sino también crear condiciones para que se pudieran conocer los chicos y chicas cristianos y así contribuir a que hubiera matrimonios cristianos. Así de crudo y de claro, sin rodeos.
Conforme pasa el tiempo, me parece que esa lógica es muy válida, especialmente para los tiempos actuales, que en algo se parecen a la situación de entonces. Me explico. En Bosnia-Herzegovina los católicos vivían en una tensión existencial y de supervivencia desde hace varios siglos. También en el siglo XX convivían, en el sentido de compartir el espacio geográfico, con los musulmanes y ortodoxos, pero de una manera aislada y sin compenetrarse, lo cual imponía centrarse en la propia comunidad. Además, estaba la época comunista y su adversidad hacía la religión en general. Ergo, había que utilizar la táctica del “último superviviente”, una táctica que enseña muchas cosas y que me recuerda a las palabras del Éxodo, “ten cuidado de que tus hijos no tomen por mujeres las mujeres de los pueblos vecinos para que no los lleven a adorar a los ídolos”.
Vuelvo a la época nuestra. Algo tiene que ver con la situación descrita en las líneas anteriores. Vivimos en el paganismo más puro y duro. Los matrimonios que se rompen a mansalva, parejas de hecho que conviven durante años a ver si se le ocurre casarse algún día, y ni con esas. El maltrato en el seno del matrimonio, tan cruel como bestial. Un maltrato que paradójicamente se extiende a la época de noviazgo, en clara contradicción con las promesas del bienestar prometido por la revolución sexual.
¿Y dónde se conocen los jóvenes de hoy en la gran mayoría de los casos? En los sitios lúgubres llamados discotecas, que sirven tantísimas veces como escuelas de los peores vicios. ¿Cómo describiré a los padres cristianos que ven tan normal que sus hijos vayan esos sitios como si tal cosa? Dejo la respuesta a la intuición de cada lector. Otro tanto en cuanto a los ministros consagrados, que a veces acompañan a los recién confirmados a la discoteca a celebrar la recepción del sacramento. Para eso habrá otros términos: les aconsejo que los contemplen en la meditación delante del Señor.
Voy a ir sintetizando el argumento del artículo: La Iglesia necesita vocaciones de célibes en primer lugar. Pero para eso, primero, de forma general, tiene que haber hijos, hijos de familias cristianas. Para tener familias cristianas, es muy necesario tener novios cristianos. Y este punto nos implica a todos sin excepción. Hemos de tener imaginación, destrezas y habilidades necesarias para facilitar las condiciones necesarias para el fin perseguido. En ese sentido no hablaré de la metodología. Somos suficientemente mayores para poder ocuparnos un poco de este tema, para mi tan importante tal y como lo he expuesto. Si se hace al modo de fray Luka, perfecto. Pero no es el único modo, por supuesto.
Lo que sí es cierto es que todos estamos implicados. En primer lugar los padres, no como una especie de celestinas o ejecutores de apaños, sino como orientadores de los hijos en primer lugar. Es un tema del que hay que hablar con los hijos, el que nos obliga dar nuestro parecer. Ya que, contrariamente de lo que piensan y siempre pensarán los jóvenes, de este tema los padres sabemos más, ya que nosotros también hemos pasado por estas situaciones de la vida.
En segundo lugar, los sacerdotes y religiosos. Parroquias e instituciones de la Iglesia pueden hacer mucho en ese sentido. Pero siempre desde una perspectiva de naturalidad, sin complicaciones. Recuerdo de mi infancia y juventud, al estilo de lo que veo en las películas del entorno anglosajón, cómo un par de frailes siempre salían después de misa y se enteraban de todo, de nuestras preocupaciones, inquietudes, aspiraciones, de todo. Nos daba gusto estar con ellos, nos escuchaban sin escandalizarse, y ellos a su vez no dejaban a ninguno de nosotros sin atenderle. Decía el guardián del convento a los frailes encargados, de lo que me enteré mucho más tarde: “quiero a los jóvenes aquí, aunque sea para rompernos los cristales de la iglesia, pero los quiero aquí.” Eso sí, todo lo que se nos decía respecto a la fe y moral era desde la más estricta ortodoxia, sin contemplaciones, aunque fuera con muchas bromas.
Pues bien, termino aquí para no alargar. Si queremos una renovación de la Iglesia, para que continúe con su misión de ser levadura de la masa del mundo, para que pueda cumplir mañana su misión evangelizadora, es necesario ocuparse de los jóvenes, también desde esta perspectiva. Y aquí todos algo tenemos que decir y hacer.
Milenko Bernardic