La famosa visita apostólica a las comunidades religiosas femeninas norteamericanas -en la que algunas recibieron al visitador con gozo, como enviado por la Iglesia para ayudarlas a discernir el modo en que viven el “aggiornamento” pedido por el Vaticano II, y otras le recibieron poniendo cara de pocos amigos y no ofreciéndole ni un vaso de agua, convencidas quizás de que con ello daban un ejemplo de aperturismo y modernidad- puso en evidencia la tendencia actual de las vocaciones a la vida religiosa. Ciertamente aplicada a los Estados Unidos, pero según se ve cómo va la consagrada en otros países, la cosa es común prácticamente en todo el orbe católico, y no sólo para las mujeres, sino también para los hombres.
Y dicha tendencia es que los jóvenes (ellos y ellas) quieren ingresar en comunidades donde se lleve hábito religioso, como signo de una vida reglada y seria. La cosa tiene una lógica innegable: para vivir un estilo de vida aseglarado, basta con quedarse de seglar y ser tan santo como otro cualquiera. Cuando quieren ser religiosos/as, ya que renuncian a un montón de cosas, quieren por lo menos tener el apoyo de una vida espiritual seria y una forma de vida que no se parezca en nada a lo que dejaron. Esto se entiende bien en los Estados Unidos, donde las religiosas modernas llevan una vida de perfectas solteronas, con su coche propio, tarjeta de crédito, día libre semanal, viviendo en un pisito, etc. con el triste resultado de la proliferación de clínicas de desintoxicación de religiosas alcohólicas y con abuso de sustancias nocivas. También pasa entre el clero y los religiosos, pues la vida que no es coherente con lo que se profesa acaba pasando factura...
En España no llegamos a tanto, creo yo, pues no nos hemos ido a extremos tan lejanos, pero la realidad nos muestra que los y las jóvenes vocacionables en general huyen de los frailes y las monjas aseglaradas como el gato del agua. Yo mismo estudié en un colegio de religiosos y nunca me planteé vivir como ellos, pues no había fuelle, ni ilusión, ni mucho menos devoción, por lo menos no lo percibíamos los estudiantes. No quiero decir que todos sean iguales, pero no es infrecuente en nuestra geografía eclesiástica. No se trata sólo del hábito, del que algunos religiosos no quieren oír hablar ni en pintura, sino todo un estilo de vida que atrae poco, tiene poca garra para el que se lee la historia de aquellos institutos. Como toda congregación tiene provincias en otros países donde se vive mejor la observancia, pues siempre llega alguna vocación del extranjero para alegrarles la vida, pero en España una buena parte de la vida religiosa, la que ha decidido vivir en el anonimato, va de capa caída.
Y no es de extrañar. Un amigo sacerdote joven quiso entrar en religión y lo primero que le dijo en provincial de aquella venerable Orden era que se olvidase de llevar hábito e incluso de ir de cura, pues habían hecho la opción de ser uno más entre los demás, con lo cual nada de signo externos. Ni que decir tiene que este amigo religioso no volvió por aquella Congregación. Y he visto ya varios casos parecidos. Pero para que no parezca una cosa mía subjetiva quiero poner dos ejemplos de cómo el hábito religioso atrae a las vocaciones:
En la biografía del San Pío de Pietrelcina leemos que cuando era pequeño, veía venir todas las semanas a su pueblo a un religioso capuchino, con sandalias, hábito y larga barba, que iba por los pueblos pidiendo limosna para su comunidad. En aquella época los religiosos eran pobres de verdad y tenían que pedir limosna, cosa que hoy rarísimamente se ve, por no decir nunca, si no es por las Hermanitas de los Pobres, las Hermanas de la Cruz de Sor Ángela o alguna por el estilo, pero son rara avis. Pues bien, el niño que un día se convertiría en uno de los santos más populares del siglo XX, se quedaba fascinado ante la figura de este religioso ascético y precisamente de ahí le entraron las ganas de hacerse él también capuchino. Claro está que es Dios el que da la vocación y en ese sentido al Padre Pío le podría haber venido la vocación contemplando un camionero, una lagarterana haciendo encaje de bolillos o a la mismísima Sofía Loren que pasase por aquel pueblo, pero lo lógico era que el muchacho se sintiese atraído por la figura del fraile y quisiera imitarle.
De otro santo del siglo XX, San Josemaría Escrivá, sabemos que ponía en el origen de la vocación unas huellas de un carmelita descalzo que vio un día en la nieve y que le dejaron profundamente impresionado aunque, desde el primer momento, se sintió llamado al sacerdocio secular y no a la vida religiosa. Pues bien, claro está que a San Josemaría le podría haber llamado el Señor directamente aunque hubiese visto las huellas de unas deportivas, de unos zuecos de enfermera o de un zapato de tacón alto, pero la realidad es que el ver aquellas huellas de penitencia y austeridad en la nieve le movieron el corazón y le llevaron a pensar en la vocación.
Historias como estas las encontramos con mucha frecuencia en las vidas de los santos. Y son reales. Otra cuestión es porqué no aprenderán los religiosos españoles aseglarados a captar los signos de los tiempos... Ya no estamos en los años 70, se ha pasado el postconcilio, los jóvenes no saben que fue el “aggiornamento”, lo único que saben es que quieren signos visibles y para ser religiosos no basta el signo de la vida caritativa, que eso ya lo pueden hacer siendo seglares o en una ong. Si buscan la vida religiosa, buscan otra cosa, leen la vida de los santos y luego llegan a los conventos queriendo encontrar una realidad que se parezca en algo a lo que han leído, para sufrir con frecuencia el chasco de ver algo que no se parece en nada a lo que han leído. Con lo que cuesta hoy una vocación hoy en día, qué pena sería perderla porque no el que sintió la llamada no encontró unas “huellas en la nieve” que le hablaran de entrega, sacrificio y santidad.
P. Alberto Royo Mejía, sacerdote