Noviembre es el mes en que los creyentes recordamos de modo especial a nuestros difuntos. Por ello en mis oraciones de este mes les tengo especialmente presentes y a fin de alimentar mi oración he buscado un texto de Santa Teresita del Niño Jesús en “Historia de un alma” , que me impactó muchísimo y que dice así:
“El día de Viernes Santo, Jesús quiso darme la esperanza de ir pronto al Cielo a verle. Después de haber permanecido junto al Monumento hasta medianoche, entré en mi celda y apenas coloqué mi cabeza sobre la almohada, sentí como un flujo que subía borboteando hasta mis labios. No sabía lo que era, pero pensé que probablemente iba a morir y mi alma se inundó de alegría. Como la lámpara estaba apagada, pensé que debía esperar hasta la mañana para asegurarme de mi felicidad, porque suponía que era sangre lo que había vomitado. Por la mañana pude constatar que no me había equivocado. Mi alma se llenó de un gran consuelo, estaba íntimamente persuadida que Jesús en el día aniversario de su muerte, quiso darme a escuchar su primera llamada. Era como un dulce y lejano murmullo que me anunciaba la llegada del Esposo. La esperanza de ir al Cielo me llenaba de alegría”.
Recuerdo también que un chico me contó que un primo suyo de catorce años, que sabía que tenía una enfermedad mortal, al fin del verano surgió la conversación de qué iban a hacer el próximo verano. El chaval dijo con toda naturalidad: “Yo estaré en el Cielo”. Santa Teresita también cuenta unas páginas antes, que como consecuencia de la gripe, tres religiosas de su convento murieron en cinco días: “era sin esfuerzo que las moribundas pasaban a una mejor vida, inmediatamente después de su muerte una expresión de alegría y de paz se extendía sobre su rostro, se hubiese dicho un dulce sueño”. Creo que es una expresión que muchos de nosotros hemos notado en tantos fieles difuntos. Y es que, como se dice en el Antiguo Testamento en el Salmo 116,15: “Preciosa es a los ojos de Yahvé la muerte de sus santos”, sin olvidar lo que dice el Nuevo Testamento en el Evangelio de San Mateo 25,34-35 cuando Jesús diga: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer…”
Y ahora viene una pregunta: “¿Tú te crees esto que acabas de escribir?”. Pienso que estoy bastante más convencido a nivel intelectual que a nivel existencial. Recuerdo que cuando en una escuela inglesa entró un loco y ametralló a una serie de niños, la maestra se puso por delante para recibir las balas y salvar así a algunos chicos. Comentando esta noticia, unos alumnos me preguntaron: “¿Tú, cómo te hubieses portado?”, les contesté: “Sé cómo me hubiera gustado comportarme, pero no tengo ni idea de lo que hubiese hecho”.
Hay dos versículos de los evangelios que en este punto conviene recordar. El primero es Marcos 9,24: “Dijo el padre del niño: ‘Creo, Señor, pero aumenta mi fe’”. Y el segundo es Lucas 17,5: “Dijeron los apóstoles al Señor: ‘aumenta nuestra fe’ ”. Y es que la fe es un don de Dios, pero también fruto de nuestra oración. Tener fe es, desde luego, una gran suerte y una gran alegría. Saber que nos vamos a encontrar con un Dios que nos ama infinitamente y que desea nuestra salvación, es un motivo de esperanza, pero también hay que recordar la frase de san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
P. Pedro Trevijano, sacerdote