En el contexto de la denominada globalización, el fenómeno de conformación de un “nuevo orden mundial” se constituye como una preocupante realidad que afecta seriamente a los países hispanoamericanos. Tal orden involucra, en esencia, un proyecto político social que supone, ineludiblemente, un concepto determinado de hombre que se manifiesta, en principio, como “superador del modelo cristiano”, y como tal, desintegrador de las respectivas sociedades acuñadas por ese modelo cristiano al que se considera ya superado.
En consecuencia, el nuevo modelo es, en principio y por propia definición, “post-cristiano”. Y así se presenta un modelo que pretende culminar un proceso de sustitución, denominado “humanismo secular”.
Frente a esta situación, el pensamiento católico debe centrar esfuerzos realistas en la determinación exacta del problema planteado y en la elaboración de respuestas válidas para el hombre de hoy, desde la doctrina social de la iglesia.
El Magisterio de la Iglesia siempre ha sostenido que en el hombre lo más alto y perfecto que en él existe, se halla esencialmente ordenado por propia naturaleza a la verdad. Es la afirmación de Aristóteles que “todos los hombres desean por naturaleza saber”(1)Y a ese saber especulativo se involucra también, en el hombre, el saber operativo, es decir, el saber para actuar. El magisterio de la Iglesia ha hecho suya esta verdad, y la ha enseñado como doctrina desde siempre.
Pero hoy día prevalece una profunda desconfianza en las capacidades de la razón humana para conocer la verdad. Esto es el resultado lógico de la negación a esa razón humana de sus posibilidades de alcanzar el ser de las cosas, lo que conlleva a un constante cuestionamiento de la verdad. No se acepta, en teoría y en la práctica común, que la “verdad sea conocer lo que las cosas son, es decir, conocer el ser de las cosas. Dicho escolásticamente, que la verdad sea la adecuación entre el entendimiento y la cosa”. Se ha dado, pues en esta postmodernidad, un “oscurecimiento o eclipse de la verdad”.(2) Esta circunstancia explica el auge del “relativismo ético”, consecuencia propia del “relativismo cognitivo” (“agnosticismo filosófico intelectualista”), que avanza en la estructura socio-política, adquiriendo características de “único pensamiento correcto”, y que va a derivar, en su lógica férrea interna, en una auténtica “dictadura del relativismo”. Ese es el concepto conque Benedicto XVI ha caracterizado la actual situación que vivimos. En un discurso dado en Cracovia el 26 de mayo de 2006, afirmaba que “hoy se trata de crear la impresión de que todo es relativo (…) Pero la Iglesia no puede callar el espíritu de la verdad. No caigamos en la tentación del relativismo…”.
La radicalidad de la denuncia del Magisterio de la Iglesia frente a esta situación se ejemplifica claramente en la Homilía de la Misa “Pro Eligendo Pontifice”, del entonces Card. Raztinger el 18 de abril de 2005. Allí expresa que “el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”. Tras señalar la gravedad de la inserción relativista en la sociedad contemporánea, afirmaba, además, la “pretensión de hegemonía cultural” que el relativismo ostenta, es decir, su pretensión de presentarse como la negación de la intolerancia y del fundamentalismo, ya que sostener la realidad de la existencia de verdades absolutas es, para esta “dictadura del relativismo”, lo propio de la mentalidad fundamentalista, intransigente, intolerante. Así, “a quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo”.
La Iglesia Católica, en su misión de anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, no puede permanecer indiferente frente a la realidad de esta crisis. Ello explica la actitud enérgica y persistente del Magisterio de la Iglesia en la defensa de la verdad, como asimismo su radical condena del perverso error de las ideologías fundamentadas en el agnosticismo, el escepticismo o el relativismo. En tal sentido, cobra trágica actualidad la definición dada por Juan Pablo II, quien expresó que “hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza nos son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos”. Y concluye el Papa enfatizando el resultado ineludible de esta actitud, al señalar que “a este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder”, y concluye que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”.(3)
Estamos viviendo hoy, particularmente en el mundo occidental, que fue “informado” por el pensamiento cristiano, un denominado “relativismo agresivo”, ya que los actuales relativistas quieren que el relativismo se convierta en la ley oficial del Estado, y que éste reprima penalmente a los no relativistas. Hemos llegado fatalmente a un “relativismo como forma de absolutismo”, ya que se pretende imponer a la sociedad leyes “indiscutibles”, siendo el absolutismo de la mayoría parlamentaria el único criterio de validez. El relativista implícitamente niega lo mismo que explícitamente afirma. Para el relativista, además, todo lo que no es relativista es “fanatismo y antidemocrático”. En tal sentido, el denominado “absolutismo democrático” rechaza siquiera la posibilidad de un límite. Lo esencial para los partidos políticos que agotan lo que consideran la única y auténtica expresión de la democracia, es alcanzar como sea y conservar como sea el poder. Para ello, obturan la realización de una auténtica educación para lograr una población meramente instruida, alienada, fácilmente manipulable, dócil a seguir lo “políticamente correcto”, manejable por constantes dádivas, susceptible de muchos derechos y ninguna o pocas obligaciones, sin exigencias de esfuerzos, sin premios al mérito. Una población que sea masa y no pueblo, homogeneizada por abajo.
Con este cuadro de situación, se entiende que Benedicto XVI haya enfatizado que “precisamente a causa de la influencia de factores de orden cultural e ideológico, la sociedad civil y secular se encuentra hoy en una situación de desvarío y confusión: se ha perdido la evidencia originaria de los fundamentos del ser humano y de su obrar ético, y la doctrina de la ley moral natural se enfrenta con otras concepciones que constituyen su negación directa”. Y agrega que, como producto de ello, predomina “una concepción positivista del derecho”, al sostenerse que “la mayoría de los ciudadanos, se convierte en la fuente última de la ley civil”, abandonándose “la búsqueda del bien”, sustituyéndola por la búsqueda “del poder, o más bien, del equilibrio de poderes”. Y “la raíz de esta tendencia se encuentra el relativismo ético, en el que algunos ven incluso una de las condiciones principales de la democracia…” (…) Pero, si fuera así, la mayoría que existe en un momento determinado se convertiría en la última fuente del derecho. La historia demuestra con gran claridad que las mayorías pueden equivocarse. La verdadera racionalidad no queda garantizada por el consenso de un gran número de personas, sino sólo por la transparencia de la razón humana a la Razón creadora y por la escucha común de esta Fuente de nuestra racionalidad”.(4)
En su libro “Cruzando el umbral de la esperanza”, el Papa Juan Pablo II, al analizar los desafíos actuales para la nueva evangelización, expresaba que “la Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra cosa que la lucha por el alma de este mundo”. Señalaba, al respecto, que “si de hecho, por un lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por el otro hay una poderosa anti-evangelización, que dispone de medios y de programas, y se opone con gran fuerza al Evangelio y a la evangelización. La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este mundo parece más poderoso. En este sentido, la Redemptoris missio habla de modernos areópagos, es decir, de nuevos púlpitos. Estos areópagos son hoy el mundo de la ciencia, de la cultura, de los medios de comunicación; son los ambientes en que se crean las elites intelectuales, los ambientes de los escritores y de los artistas”(5). Estas claras palabras de Juan Pablo II implican que la cultura es “el areópago moderno, el campo de batalla por el alma del mundo”.
Los cambios culturales que estamos experimentando son de gran importancia, dado que estamos atravesando un período llamado por los historiadores “cambio de época”. Es decir, un período de la historia donde los viejos valores y concepciones, donde los viejos mecanismos y la tecnología dan paso a cimientos completamente nuevos para la sociedad y la cultura. Lo que salga de este período va a determinar nuestras vidas por varias generaciones. Las ideas y concepciones en aspectos esenciales de los seres humanos como la familia, matrimonio, vida, respeto a los mayores, responsabilidad, realización personal, etc., han cambiado dramáticamente durante los últimos cuarenta años. Bien definió el mismo Papa Juan Pablo II este período como un periodo de “guerra de cultura”. Ahora bien, en este desafío se involucra ineludiblemente lo que Benedicto XVI ha calificado como urgente necesidad de reafirmar “la obediencia a la verdad”, que “debe ‘castificar’ nuestra alma y así guiar a la palabra recta y a la recta acción. En otros términos, hablar para buscar el aplauso, hablar orientándose a todo lo que los hombres quieren oír, hablar obedeciendo a la dictadura de la opinión común debe considerarse una especie de prostitución de la palabra y del alma.” Y esta “castidad” “consiste en no someterse a este estándar, a no buscar el aplauso sino la obediencia de la verdad”.(6)
Y en esta urgente necesidad de “obediencia a la verdad”, sin duda alguna que el humanismo tomista se evidencia como una auténtica respuesta para esa exigida «lucha por el alma del mundo»“.
Hugo Alberto Verdera, publicado en Viva Chile
Notas:
1 Aristóteles, Metafísica, Libro I, Cap. I.
2 Al respecto, Juan Pablo II afirmaba, en la Carta a las Familias: “¿Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como una profunda crisis de la verdad?”
3 Juan Pablo II, Encíclica Centesimus Annus, N° 46.
4 Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional, 5 de octubre de 2007.
5 Juan Pablo II, “Cruzando el umbral de la esperanza”, Capítulo XVIII, “El reto de la nueva evangelización”.
6 S. S. Benedicto XVI, Homilía a los Miembros de la Comisión Internacional de Teólogos, 6 de octubre de 2006.