Además de ser el título de un blog que sigo con interés y cuyo autor admiro por su trayectoria personal y por su modo de explicar las cosas de la Iglesia, la expresión “cor ad cor loquitur” es el lema del Cardenal Newman, tomado de San Francisco de Sales. A todas luces parece no ser solamente una frase devota, como leemos en los escudos de muchos obispos, lo cual estaría ya de por sí muy bien, sino que perfectamente puede encerrar, contenida en cuatro palabras latinas, toda la historia del camino del nuevo Beato hacia la santidad.
Se ha dicho que estas palabras expresan perfectamente el espíritu de Newman, para quien “la palabra no se comunica pura y exclusivamente por un camino abstracto, sino por las relaciones concretas creadas por una afinidad interior; por otra parte, se conoce no sólo con la mente, sino con toda la persona, y por tanto con el afecto, según la afirmación de Gregorio Magno: «Amor ipse Notitia», el amor es en sí mismo fuente y principio de conocimiento, o sea amar es conocer”.
En efecto, leyendo su biografía, nos damos cuenta que esa realidad de un corazón que habla a otro corazón, se hizo efectivo en su vida en diversas ocasiones, algunas de ellas de trascendental importancia: Sin duda le habló el Señor al corazón cuando decidió seguir la carrera eclesiástica, pues lo hizo con recta conciencia y con el único deseo de servir a Dios. Una vez comenzado su camino intelectual y espiritual de mayor conocimiento de la Iglesia de Cristo, fueron los Padres de la Iglesia los que le hablaron al corazón y le llevaron al conocimiento de algo que hasta entonces no había descubierto: Que dicha Iglesia de Cristo se identificaba, histórica y teológicamente con la Iglesia Católica. Dejó también el joven clérigo que le hablaran al corazón aquellos otros que habían hecho este descubrimiento antes que él, y aquellos que comenzaron a odiarle por intentar buscar la verdad. Todo ello, lo bueno y lo malo, se juntó en su corazón y él supo meditarlo y sacar las mejores consecuencias.
Para entonces ya tenía Newman el corazón bien abierto y dispuesto a seguir escuchando lo que Dios quisiera decirle. Y sin duda, le habló, pero esta vez a través de un un humilde fraile italiano, Domenico Barberi (1792-1849), pasionista, cuyo ejemplo y amor a la cruz cautivaron al clérigo de Oxford. De la relación entre ambos corazones aprendemos mucho sobre la conversión del nuevo Beato.
Domenico, apellidado en religión “de la Madre de Dios”, una vez ordenado sacerdote en la congregación pasionista fundada por San Pablo de la Cruz, se entregó a la enseñanza, al ministerio de la palabra, a la dirección de las almas y a la composición de numerosos escritos sobre materias de filosofía, teología y predicación. Imbuido del espíritu de su fundador, que tanto había soñado con la conversión de Inglaterra, y gracias a haber tratado a algunos conversos del anglicanismo, fue madurando en su corazón la idea de ir a evangelizar a Inglaterra.
En 1839, a petición suya, el capítulo general de los pasionistas discutieron la posibilidad de abrir una casa en Inglaterra, pero se consideró que no había llegado el tiempo oportuno y se decidió abrir una en Bélgica, a la que fue enviado el Padre Domenico como fundador y superior. La providencia divina hizo que el obispo Wisemann, jefe de la misión católica en Inglaterra le invitase un año después a abrir una comunidad en aquel pais.
Allí viajó nuestro pasionista en 1541, para concluir, después de diversas vicisitudes, abriendo una comunidad pasionista en 1542. Y en seguida se empezaron a extender entre los católicos noticias de este humilde fraile, que había sido recibido de modo terrible, no sólo por ser sacerdote católico, sino porque su hábito pasionista hacía rechinar los dientes de los anglicanos. Tuvo que sufrir incontables vejaciones, burlas e insultos. En cierta ocasión, en el centro de Londres unos jóvenes le lanzaron unas piedras, que por supuesto le dieron de lleno. El religioso recogió las piedras y las besó con cariño, lo cual llevó a que dos de los que se las habían tirado se acercaran a él y poco después se hicieran católicos. En otra ocasión, un pastor anglicano le siguió por la calle gritándole palabras contra la transubstanciación, mientras él callaba. Cuando ya se juntó tanta gente que no pudo seguir callando, el religioso se volvió y serenamente dijo: “Cristo dijo ‘esto es mi cuerpo’, tu afirmas que no es su cuerpo, ¿A quién debo creer? Prefiero creer a Cristo”. En más de una ocasión los ataques estuvieron a punto de acabar con la vida del Padre Domenico.
Y, sin embargo, a su alrededor aumentaban las conversiones y las vocaciones al sacerdocio. A él debemos, en 1944, la primera procesión del Santísimo Sacramento que se celebró en las islas británicas desde la reforma, lo cual atrajo a miles de personas. Su fama crecía y llegó hasta Newman, que residía en Littlemore. Llegaron noticias y una famosa carta del Padre Domenico en que rechazaba razonadamente los 39 puntos basilares del anglicanismo. Esto provocó una correspondencia entre los dos santos, que llegó, en 1844 a un conocimiento personal. Newman, que había manifestado querer ver la santidad de la Iglesia católica para convertirse, una vez convencido de su veracidad, encontró lo que buscaba. La impresión que tuvo Newman de aquel religioso la explicó él mismo: “El Padre Domenico era un misionero maravilloso y un predicador lleno de celo. En su misma mirada había algo de santo. Cuando le vi, me sentí movido en lo más profundo de un modo extrañísimo. La alegría de sus maneras envueltas en santidad eran por sí mismas una predicación, por lo que no es de extrañar que me convirtiese en su converso y su penitente.”
Las palabras del futuro cardenal se refieren al segundo encuentro que tuvieron los dos personajes, el 9 de octubre de 1845, una noche lluviosa en la que llegó Barberi a Littlemore invitado por Newman. No podía imaginar el religioso que al llegar -empapado y descalzo- iba a recibir la petición por parte del anglicano de ser escuchado en confesión y ser admitido en la Iglesia Católica. Al día siguiente, al no haber altar, encima del escritorio de Newman el religioso celebró la Misa y el recien convertido recibió por primera vez a Cristo en la Eucaristía. Después escribió el fraile: “Fue todo un espectáculo ver a Newman a mis pies. Todo lo que he sufrido desde que dejé de Italia ha sido bien compensado por este acontecimiento. Espero que esta conversión tenga grandes efectos”.
Todavía tenía que escuchar el corazón de Newman a otro corazón, que le llevaría por el camino de la santidad, en el que acababa de iniciarse: Se trata del de San Felipe Neri, precisamente el santo que conocemos como del corazón grande. Lo tenía físicamente, pues tras su muerte en mayo del 1595 descubrieron los médicos que tenía el corazón demasiado voluminoso y, al no caber en la caja torácica, le había roto al santo varias costillas años atrás. Y lo tenía espiritualmente, pues en una experiencia mística ocurrida en las catacumbas de San Sebastián, en Roma, cuando todavía era seglar, vio como el Espíritu Santo le llenaba el corazón, que a partir de entonces le rebosó de amor a Dios para que él lo comunicase a los demás.
Felipe Neri, el santo de la alegría, de la sencillez, y a la vez el que supo evangelizar a la Roma renacentista a través de la cultura, la música y el conocimiento de la Biblia. Newman quedó prendado de la figura de San Felipe Neri cuando conoció su vida y llegó a decir refiriéndose a él: “Amo a un viejo de dulce aspecto, lo reconozco por su vestidura blanca, por su sonrisa fácil, por su mirada aguda y profunda, por la palabra que enciende al salir de sus labios cuando no está en éxtasis ....”
¿Qué fascinó, del Padre Felipe, a John Henry Newman, impulsándolo a elegir el Oratorio como forma y método de su vida sacerdotal en la Iglesia Católica? Muchos han escrito extensamente, y volúmenes preciosos: V. Murray, “Newman y el Oratoriano”, y A. Boix, “John Henry Newman. La vocación oratoriana”, presentando ampliamente el tema.
Siguiendo la reflexión de un oratoriano ilustre, el italiano Edoardo Cerrato, destacaré un elemento, que expresa en una síntesis armoniosa todo el mundo interior del Padre Felipe, asumido por el Beato Newman: la gan bondad de San Felipe, consecuencia de su “gran corazón”. Características del santo como dote temperamental, esta bondad es al mismo tiempo síntesis de los altos valores adquiridos en una dulce y fuerte relación con la presencia viva de Jesucristo en su carne, su amor al prójimo manifestado en la vida de comunidad y la sabia sencillez que hizo de la alegría de Felipe “una alegría racional” según la hermosa fórmula que usó Goethe para referirse a él y que recoge en el diario de su “Viaje por Italia”.
El oratoriano John Henry Newman, cuya vida nos habla a través de su camino de conversión, continuado a lo largo de toda su existencia, en un crescendo de santidad, está perfectamente fotografiado por el lema que eligió para su escudo cardenalicio, tomándolo de otro oratoriano ilustre, San Francisco de Sales: “Cor ad Cor loquitur.” Él dejó verdaderamente que algunos corazones escogidos le hablasen al suyo, entabló con ellos un diálogo de amistad y confianza y ellos le enseñaron la mejor lección, la del amor de Dios. Ahora el Beato Newman, a través de su vida y sus escritos, habla también a nuestro interior, si queremos escucharle.
Alberto Royo Martín, sacerdote