Alto, delgado, de pelo liso y corto, castaño ya entrecano, ojos claros, transparentes. Hombre de clase media, sin muchos recursos pero de una vida suficientemente cómoda. De buena educación, gozador de la lectura. De buena conversación y de una amabilidad caballaresca. Hombre de fe. Esta es la primera descripción que se podría hacer de él luego de conocerlo por un rato.
A ratos, largos ratos, pareciera que sólo esa fe lo mantiene de pie. La carga que lleva es difícil de soportar. No obstante su mirada permanece tranquila, pacífica, hasta alegre. Aunque si se le observa con detención, también se descubre una dosis importante de tristeza, de pena, no tanto por lo que él sufre, sino por el sufrimiento que su situación le ha significado a su familia… Porque sin lugar a dudas es un gran querendón de su familia. De hecho, probablemente, esa mirada cargada de contrastes, serena e impotente, fuerte y afligida, alegre y triste, se transforma por un momento en otra que sólo conoce el polo positivo cuando tiene la posibilidad de contemplar cómo, semana tras semana, llegan a visitarlo su mujer, sus hijos, sus nietos. Entonces pareciera que el mundo en el que vive desapareciera de sus ojos por unos momentos, pudiendo éstos cargarse de gozo. Aunque también de algo de ansiedad durante esos cortos segundos que dura el trayecto que ellos –sus familiares– realizan entre la puerta de ingreso y el lugar donde él se encuentra, como si en ese lapso pudieran desparecer como un espejismo. Luego, un beso, un abrazo, austero y sin exageraciones ni alardes. Simplemente la manifestación de un cariño sencillo, pero fuerte, incapaz de ser vencido por ninguna circunstancia adversa.
Y sus circunstancias han sido y son adversas. Se le acusa de asesinato y otras cosas. Está recluido en una cárcel por eso. Pero es inocente. Lamentablemente la sencillez de su vida no le proporcionó ningún tipo de contactos sociales ni políticos. Tampoco tuvo poder económico como para oponerse a sus acusadores, aunque en este caso incluso el dinero probablemente habría sido insuficiente. Es cierto, las circunstancias sociales que le tocó enfrentar fueron complicadas. Él estuvo inserto en ellas. Pero diga lo que se diga, es inocente de lo que se le acusa.
En general, la sociedad en la que vive no quiere enterarse de su problema. Lo conoce, pero pretende ignorarlo. No están los tiempos, piensan muchos de sus conciudadanos, como para quebrar lanzas denunciando una injusticia –porque muchos saben que es una injusticia– que es difícil de corregir. No es ni popular ni trae dividendos de ningún tipo. Si no existe la voluntad política de que se haga justicia, ¿por qué me voy a enredar yo en intentar una denuncia que encontrará, casi con seguridad, oídos sordos, partiendo por los de las personas con responsabilidades públicas, o aun actitudes hostiles?… pareciera ser la pregunta de muchos.
La actual tolerancia de Chile a la injusticia hace inevitable pensar en situaciones análogas. El racismo, y es sólo un ejemplo de muchos que se podrían dar, en algún momento fue popular. Durante siglos hubo sociedades que convivieron con él como si se tratara de algo normal. Si eras de piel morena, eras de segunda clase. De hecho las rebeliones que en algunos lugares lograron abatirlo fueron en un comienzo impopulares. Mientras la causa antirracista fue impopular, como es obvio, los adherentes públicos fueron pocos. Es cierto, eran muchos los que reconocían en privado, a veces sólo en la intimidad de su conciencia, que la situación era injusta. Pero el problema se le miraba de reojo y se seguía viviendo como si no existiera.
Es como cuando en tiempos ya pasados, según nos cuentan nuestras abuelas, los pobres iban a la cárcel por robar una gallina y los ricos eran declarados inocentes luego de escamotearle sus ahorros, elegantemente, por supuesto, a los incautos que se los confiaron. La inequidad según la posición social, la educación, los recursos económicos, era socialmente aceptada. Por cierto estaban los que reconocían el problema en privado. Pero era impopular hacer escándalo por algo así en público, a fin de cuentas… “tan poca cosa”. No había por qué hacer una revolución por un detalle tan nimio. “Con el tiempo las cosas irán mejor…” se pensaba y así todo seguía igual.
El caso me recuerda también una película que vi hace varios años. A Time to Kill era el título original en inglés. En ella se presentaba el caso de un padre negro cuya hija, de corta edad, era brutalmente violada por un par de jóvenes blancos. Aparentemente la justicia, de blancos y para blancos, declararía inocentes a los delincuentes. El padre de la niña en su desesperación mató a los culpables. El posterior juicio contra él va siguiendo también el camino de una justicia de blancos para blancos: es un criminal que mató a dos blancas, sí blancas, palomas. Al final, cuando todo parece perdido, su abogado se dirige a los miembros del jurado, compuesto enteramente de blancos cuya inclinación es a favorecer a los de su raza, pidiéndoles imaginar algunos sufrimientos atroces que podrían padecer algunas de sus hijas. Luego de sumir al jurado en la historia, logrando que se metan en ella como si fuera real, el abogado en cuestión les dice: “ahora por favor imaginen que esa niña es negra”. El acusado fue declarado inocente. Cierto, lo descrito es hollywoodense, pero también hace pensar en el valor del “y si fuera…”.
Si el personaje preso de nuestra historia estuviera padeciendo la injusticia, hoy día, por el color de moreno de su piel, probablemente todos estaríamos en la calle pidiendo justicia. También si fuera pobre y estuviera preso por eso. También, evidentemente, si fuera un familiar nuestro del que, entonces, nos constara directamente su inocencia.
Si fuera… Si fuera… Es cierto, la consideración de los “si fuera” puede ayudar muchas veces a abstraerse de elementos que distraen una decisión correcta. Pero aun más allá de los “si fuera”, lo que nuestro Chile debiera estar dispuesto a hacer, partiendo por sus autoridades, partiendo por el Presidente Piñera y siguiendo por ministros, parlamentarios y, por supuesto, jueces, es a que si hubiese siquiera una sospecha de que alguien estuviera injustamente encarcelado, se revisara su caso y se le dejara libre.
Aun si fuera militar…
José Luis Widow Lira, publicado en © Viva Chile