Si no recuerdo mal, cuando cayó la Unión Soviética, las fotos que comenzaron a llegar y que aparecían en los periódicos eran de personas derribando las estatuas que representaban el régimen recién terminado. Lo curioso era que no eran las estatuas ni de Marx, ni de Lenin ni de Stalin. Esas vinieron después. Las primeras fotos eran de personas derribando la estatua de un niño, cuyo nombre no recuerdo. El asunto que me importa destacar acá, es que la estatua de ese niño había sido erigida en cada ciudad y pueblo soviéticos como ejemplo de fidelidad al Partido: el niño había denunciado, en la escuela a la que asistía, a su padre, que en casa había realizado algunas críticas al sistema soviético.
Evidentemente ese niño no tenía culpa de lo que había realizado. Pero el hecho es que llegó a representar lo más odiado para los ciudadanos del socialismo soviético: la imposibilidad de confiar en nadie, incluidos los más cercanos, aun en el propio hogar. Para el Partido Comunista era importante, porque significaba el corte de la última ligadura de la persona con lo que ellos consideraban una estructura alienante, de manera que luego lo único que le quedaba era abandonarse en los brazos del Estado, a quien le entregaban vida y mente y aparentaban entregarle el corazón. Se configuraba de esa manera la sociedad más totalitaria en la historia de la humanidad.
El problema es que una sociedad puede perder sus lazos y confianzas naturales no sólo por la vía del terror, que es la que representaba el niño de marras.
El totalitarismo no se identifica necesariamente con el uso de medios de fuerza físicos por un gobierno para imponerse a sus súbditos. Tampoco es simplemente un gobierno injusto, sea oligárquico, tiránico o lo que sea, sino que va más allá: invade los ámbitos y sociedades menores en los cuales las personas desarrollan su vida, sin permitir que ellas tengan una vida diferente de la del Estado. El Estado es empresario, educador, deportista, etc. En los peores casos, el Estado llega incluso a ser iglesia y religión. Pero para esto, no se necesita siempre de la fuerza física. Basta con que se debiliten o desaparezcan los lazos naturales entre las sociedades menores que conforman la sociedad política. Basta que las personas por la vía que sea terminen por pensar que el estado es su semidios que les procura su bien y progreso.
Pareciera que hoy día la posibilidad de los totalitarismos de tipo violento como los comunistas se hubiera alejado, salvo quizá por la excepción de Venezuela y las rémoras de Cuba y China. Pero ¿es tan así con esos otros totalitarismos cuya vía parece ser más suave y atractiva? Trataré de mostrar que el totalitarismo, aunque bajo una forma más amable, sigue acechando y quizá lo tenemos más instalado de lo que creemos.
Escuchaba hace tiempo, no me acuerdo de quien, lo siguiente: si tu quieres cocer una rana viva, tienes dos posibilidades: una, que la agarres y la eches en la olla de agua hirviendo. Pero en este caso, la rana probablemente pegará un gran salto y, algo escaldada es cierto, podrá escapar y salvar la vida. La otra posibilidad es que metas a la rana en la olla, pero con agua fría y la vayas calentando muy de a poco. En este caso la rana morirá cocida, sin darse cuenta siquiera que la poco agua que en la que retozaba era su camino a la muerte.
Pues bien, la Unión Soviética intentó la sociedad totalitaria de la primera manera. Así, después de largos 70 años y muy escaldados, sus ciudadanos pudieron saltar fuera de la olla. Mi temor es que hoy día estemos inmersos en un proceso que se asemeja más a la segunda forma, es decir, que nos tiene gozando en un caldo de agradable temperatura, pero que, sin que nos demos cuenta, nos esté cocinando de tal manera que nos está llevando a vivir bajo un totalitarismo que no hace sino conducirnos a la muerte, si no física, al menos sí cultural y moral.
Hoy pareciéramos estar tranquilos con nuestras vidas y con nuestra sociedad, porque de tarde en tarde elegimos nuestro presidente, nuestros parlamentarios y nuestros alcaldes. Somos una sociedad libre, pensamos orgullosos. Pero en realidad, si el estado, independientemente de si el gobierno de turno es diestro o siniestro, va ocupando paulatinamente los espacios que naturalmente son de los particulares, –de las familias, de los gremios, de las universidades, etc.– entonces, por muchas elecciones que tengamos, nos vamos convirtiendo en un país sujeto a un régimen totalitario.
¿Qué hay de la familia como el espacio natural de educación en los afectos y de los hábitos morales e intelectuales básicos? Todos sabemos que en Chile la familia está reducida a polvo. Basta el escalofriante dato de que en torno a un 60% de niños nace fuera del matrimonio. Esa cifra probablemente crecería si la referencia fuera al calor del amor conyugal de unos padres que han jurado amarse hasta la muerte y que más allá de las dificultades, mantienen su palabra. ¿Qué ocurre con esos niños?… probablemente en muchos casos sea el estado el que termine velando por ellos.
No es mi caso ni el de mis hijos, pensará usted. Es cierto, pero qué acerca de la poca preocupación de nosotros los padres por lo que aprenden nuestros hijos en la escuela, sea en historia, filosofía, biología, o simplemente en el patio. Nuestra falta de preocupación equivale a dejar espacios vacíos que alguien va a llenar. ¿El Estado? Probablemente. De hecho hoy es el estado el que determina todo, sí, todo lo que nuestros hijos aprenden en ciertas materias, por ejemplo, historia. Es el estado el que determina muchas –si no todas, en algunos casos– de las lecturas que nuestros hijos deber realizar. Es que mis hijos están en colegio particular, pensará alguno. Lo siento, pero no se salva. Lo que acabo de señalar vale también para ellos. Entre clases de derechos humanos, educación sexual, una historia tergiversada y una filosofía que si no está simplemente olvidada es más bien ideología, nuestros hijos están siendo educados por un estado que no cuenta para nada con la voluntad de los padres.
Por eso, ese mismo estado se atreve a imponernos la aberrante situación en que una niña de 14 años puede recibir asistencia contraceptiva o antivida sin la obligación de al menos comunicarlo a los padres. Y sucedió y no hicimos nada.
Por eso, ese mismo estado se atreve a imponer a las farmacias la distribución de un fármaco que los mismos fabricantes advierten que es abortivo. Y sucedió y no hicimos nada.
Y el estado nos va marcando que nuestra relación matrimonial ya no es para siempre, aunque queramos y que nuestra familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer es un tipo más dentro de otros… Y no hacemos nada.
En fin, los ejemplos se podrían multiplicar. Pero más allá de ellos, me parece que el asunto es que hoy día, si bien las tendencias totalitarias del estado no tienen como vanguardia a los tanques con bandera roja, ello no significa que hayan desaparecido. El asunto es que hoy ese totalitarismo –tan propio, por lo demás, de la concepción moderna de la política– encuentra facilidades especiales, porque los mismos ciudadanos han renunciado a preocuparse directamente por el bien común. Estamos preocupados de nuestro pequeño mundo de bienestar y con ello abandonamos las que son nuestras tareas y no las del Estado, permitiéndole a éste que se convierta en el gran suplantador de nosotros mismos.
No puedo evitar acordarme de una frase que el padre Osvaldo Lira repetía en las décadas convulsionadas por la revolución comunista: hay mucha gente de derecha que si los comunistas les aseguraran su dinero en el bolsillo, votaría por los comunistas. ¿No será que hoy día, esa misma preocupación por nuestro puro interés privado, nos estará conduciendo a una sociedad totalitaria en la que terminaremos cocidos como la rana? Probablemente, pero con una diferencia: nuestra inacción e indiferencia por las cosas comunes, por la res publica, equivale a que nosotros mismos somos los que nos arrojamos a la olla que será nuestra tumba.
José Luis Widow Lira, publicado en © Viva Chile