A veces, observando esta sociedad nuestra, enferma por tanto desprecio por la vida, endiosando el concepto del bienestar, que la llena de amargura y del vacío, pienso: “¿Permitirá el Señor, por toda esta nuestra frialdad y desamor, que sucumbamos al yugo del Islam, para quizás entonces darnos cuenta, como los israelitas en Babilonia, de lo que no sabíamos valorar?” Pero contesto: si fuera por nosotros, quizás sí. Pero lo que me da fuerzas es saber que no estamos solos. Somos herederos de una tierra empapada de la sangre de los mártires, sangre asociada a aquella “que grita más que la de Abel”. Por eso la responsabilidad sobre esa herencia me obliga a luchar por su dignidad incluso cuando me vea abatido. No puedo entregar esta tierra porque simplemente no es mía, es mi herencia de la que soy responsable. Si la pierdo, las futuras generaciones podrían no recibirla y en eso yace la gravedad de esta responsabilidad.
Además, no podemos olvidar una peculiaridad importante del Islam: su aspecto psicológico. Los musulmanes conciben que Dios realmente esta con ellos si ven que van ganando batallas y se van expandiendo, en territorio y número de fieles. Cuando esta circunstancia no se da, se vuelven mucho menos agresivos y viceversa. Los musulmanes no conciben otra cosa que ganar, porque esta circunstancia es la que verifica, a su entender, que Alá está de su parte. Conforme su presencia en el viejo continente sea mayor, consiguiendo ver cumplidas sus reivindicaciones, su agresividad y arrogancia irá en aumento. De allí la importancia de saber mantenerse en su sitio y no negociar lo innegociable. Porque, de otra forma, nadie nos puede asegurar que la suerte de Europa será distinta a la del Norte de África o del Imperio Bizantino en su día.
El diálogo con el Islam
Hubo, y las sigue habiendo, tantas controversias así como malas interpretaciones, incluso por parte de los cristianos, sobre este tema, que podríamos empezar con las palabras “el mito del diálogo”. Por eso, ante todo, quiero esclarecer el verdadero sentido del diálogo para un cristiano, incluso cuando trata con los musulmanes.
El diálogo, para un cristiano, es antes que nada un espacio por medio del cual se me permite anunciar el Evangelio. Si no es así, no sirve. Aunque ese espacio incluya tan solo, aunque sea al principio, una posibilidad de tratar todo lo que sea digno de la persona humana, tiene que ser siempre encaminado al anuncio de Jesucristo. Porque, “Jesús es el único evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar” (Ev. Vitae, 80).
A este propósito expondré un ejemplo del diálogo, elogiado por el Papa Pablo VI, en la Carta Apostólica de canonización de cuatro franciscanos (un croata, dos italianos y un francés) mártires en Tierra Santa, en el siglo XIV. Dice el Papa:
“No sin el impulso de la Providencia divina, guiados por al amor a los infieles, consultando previamente con los hombres sabios y prudentes, no sea que hagan algo contrario a la verdad y el amor debido a toda persona humana, en el mismo día del sacrificio halal, se presentaron en la casa del “kadiya”, funcionario de Estado que ejercía el cargo de líder religioso de Jerusalén. Sin miedo y con toda libertad empezaron a hablar de la sublime y salvífica doctrina de Cristo, por la que hay que abandonar por completo el camino introducido por Mahoma... Fueron cruelmente torturados durante tres días, al cabo de los cuales otra vez les preguntaron si querían dejar de ser cristianos o morir. Otra vez confesaron que Jesús es el Hijo de Dios. La muchedumbre enfurecida les troceo literalmente a sablazos, quemaron sus restos en la hoguera y esparcieron las cenizas, no sea que los cristianos venerasen sus reliquias”.
Esto es un ejemplo del diálogo elogiado por el mismo Pablo VI seis años después de su encíclica “Ecclesiam suam”, con la que invitaba al diálogo interreligioso. Y para que el sentido de ese diálogo no se tergiverse, junto con este elocuente comentario del martirio y otras alocuciones, lo recuerda bien claro en 1975 en la encíclica “Evangelii nuntiandi”: “evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar”. No obstante, por motivos de buscar el acercamiento por medio de las cosas que nos unen y no separan (fe en un solo Dios, solidaridad, promoción del bien común), se hicieron ingenuidades y más bien graves imprudencias, que muy pronto saltaron a la vista. Se les concedían los espacios parroquiales, templos para usos concretos...lo que pronto fue expresamente prohibido por Juan Pablo II. Todos estos intentos demostraron un profundo desconocimiento de la psicología de los musulmanes, que interpretan estos sucesos como una muestra de su superioridad y la confirmación de la veracidad del Corán, que pide que toda la tierra sea sometida al Islam.
Pero en la cuestión del diálogo hay que puntualizar que no es la Iglesia la única encargada de realizarlo. También los poderes públicos, es decir los Gobiernos de las naciones occidentales, deben hacerlo. Porque el diálogo que puede realizar la Iglesia en la actualidad esta muy condicionado por dos razones muy importantes. Una es obvia: la Iglesia no ostenta un poder temporal (aunque pueda influir en el con su enseñanza); y la otra es mucho más delicada: la suerte de los todavía muchos cristianos que viven en los países islámicos. Más bien cuestión de rehenes. Algo similar ocurría en el trato con los antiguos países comunistas: la Iglesia se cuidaba de subir de tono en sus conversaciones con el bloque del Este, por la suerte de tantos hijos suyos bajo la opresión comunista.
Pero un Gobierno tiene la obligación de actuar de oficio. Un policía, por ejemplo, puede permitir que un sacerdote intervenga ante un delincuente atrincherado, con el fin de resolver el conflicto por medio del diálogo o pacíficamente. Pero si ve que la situación deriva a un peligro cierto y grave para las vidas de las personas encomendadas a su custodia y vigilancia, tiene que actuar. Naturalmente, tampoco digo que tiene la luz verde para hacer cualquier cosa, pero tiene que actuar de oficio. De forma análoga, los gobiernos disponen de su justa independencia para actuar con responsabilidad con el fin de asegurar el bien de todos.
Y el bien de todos es la herencia cristiana de la que disfrutamos en Europa y en el Occidente en general. Incluso de la democracia que echa tanta agua por todas partes. ¿Acaso es la democracia fruto de la cultura islámica? Porque, si Europa sucumbe al Islam, ¿el mundo va a ser mejor? ¿Va a haber más justicia, menos pobres, más respeto a los derechos humanos en el mundo? Sabemos todos muy bien que no. Por eso mismo los gobiernos actuales tienen la gravísima obligación de proteger los bienes culturales y de la civilización de los que disponemos y asegurar su legado a las futuras generaciones. Si no actúan así, nuestros hijos (creo que no hará falta llegar a los nietos) los juzgarán como escoria de la historia. Señores, os guste o no, estamos en la época de pre-lepanto. De los pasos que demos ahora, depende si el nuevo Lepanto se va a producir o no. Por todo ello, el “diálogo” que hagan los poderes públicos tiene que ser más agresivo, más exigente. No estar a expensas de los deseos y ambiciones islámicas. No más rendición por ese petróleo.
Pero aquí una observación. En Lepanto se luchó con la cruz erguida. Más que en las banderas y estandartes, en los corazones. La cruz de cuyo fruto gustaron las generaciones de los europeos. La Europa actual, en cambio, no tiene el soporte moral y espiritual de entonces. La Europa actual reniega de esa cruz. Esta Europa pálida, débil, cobarde y asustada, a la que los musulmanes ven como pan comido; esta Europa que espera en el cuento de hadas de la integración que no se ha producido nunca ni se producirá (los datos sociológicos son para consultarlos de vez en cuando, aunque pongan en evidencia lo contrario de lo políticamente correcto).
Sirva, como ejemplo, un acontecimiento del que formé parte. El día 12 de marzo del 2004, es decir un día después del atentado de Madrid, en el patio de un instituto donde estuve trabajando y que tiene un porcentaje significativo de alumnos magrebíes, salimos a hacer cinco minutos de silencio en señal de luto por el atentado. En esos momentos, unos alumnos de origen marroquí se dispusieron a hacer un partido de fútbol. Al acercarme a ellos para decirles que eso no es manera de proceder, se disolvieron de mala gana, diciéndome uno de ellos algo así como: “vete por allí, cristiano”).
Esta Europa tiene uno de los mayores pecados en estar entregándonos al Islam, (“nos quieren volver al año 711”, decía el cardenal Rouco por el 2004, refiriéndose al Gobierno español). Parece que odian tanto la cristiandad, que prefieren pactar con los musulmanes, con tal de denigrar y desbancar de toda influencia social a los cristianos. Esperan, quizás, que los van a tratar bien, una vez que lleguen al poder. Pero que echen una ojeada a lo que hizo Jomeini a sus amigos “progres” de antaño.
He aquí los dos frentes, unidos entre sí, a los que se tienen que enfrentar los cristianos de hoy. El integrismo laicista y el islámico. He utilizado el sustantivo “los cristianos” a propósito, como si se tratara de un grupo definido, consciente de su identidad. Porque es precisamente eso lo que hay que recuperar. Porque me resulta incomprensible que tenga que ser una mujer atea quien defienda los baptisterios de Florencia, contra ¡los chorros de orina (ya sabemos de quien)! Cosa que no le podré agradecer lo suficiente mientras viva, y por lo que contará siempre con mis oraciones.
En cuanto a mí me concierne, os aseguro que si en la ciudad en la que vivo organicen una manifestación en la que pretendan usar alguna iglesia como lugar de hacer sus necesidades (o una simple manifestación - la iglesia es lugar de culto, no de actuaciones políticas), me presentaría allí con algún amigo periodista con su cámara, en directo si es posible (los que hacen el mal, hay que ver que bien lo hacen, ¿no pueden, los que quieran hacer algún bien, hacer alguna intrepidez a propósito?), y les echaría de allí uno a uno o les obligaría a todos a meterse conmigo para denunciarlos y obligar a los poderes políticos a tomar una postura.
Milenko Bernardic