Secularizar la sexualidad, desacralizar la depravación
La página web “Sexo jóvenes”, hecha pública por el Departamento de Salud de la Generalidad de Cataluña, y dirigida especialmente a los adolescentes y jóvenes, ha sido respondida por una Nota de la Delegación diocesana de Pastoral Familiar de la Archidiócesis de Barcelona, denunciando el criterio “perverso” de la supuesta bondad de toda decisión “en temas de sexualidad y embarazo”, aplicando un juicio permisivista a “la experiencia sexual, las relaciones de pareja, la regulación de la natalidad o el aborto”.
Se trata de una manifestación más de una cultura, que se quiere dominante, donde impera el criterio prohibido prohibir. “Todo lo que puede hacerse, debe ser hecho”. La legislación tiende a acomodarse hoy a este principio progresista formulado por Konrad Lorenz, llevando a sus últimas consecuencias la dictadura del relativismo. La propuesta cultural, que se encuentra tanto en la izquierda como en la derecha política española (en la Comunidad Valenciana ocurre algo parecido), se obstina por sacralizar la depravación, y del victimismo ha dado paso a la propaganda; peor, al exhibicionismo. No hay término medio. El ser humano, decía Max Scheler, tiene su Dios o su ídolo. Destruida la idea de una naturaleza fija y constante, el relativismo asume la condición de un absoluto y el pensamiento se convierte en pura ideología.
Actualmente, en palabras del señor José Antonio Marina (un señor que sostiene que la religión es un mero producto cultural del hombre), la sexualidad humana se define como “una construcción simbólica inventada por la inteligencia creadora a partir de un hecho biológico, el sexo”. Es decir, que el sexo biológico es innato, universal e inmodificable, pero la sexualidad humana se construye socialmente, es histórica, diversa y modificable mediante el aprendizaje y la socialización. La única identidad sexual evidente es la individual, y es una construcción subjetiva dinámica y dialéctica que se elabora a lo largo de toda la vida y que se va modificando mediante la aportación de experiencias, vivencias e influencias sociales. Así pues, cada sujeto construye su propia identidad que no es homologable a la de ningún otro sujeto.
En la sociedad española, las acciones del poder político en materia de sexualidad no están motivadas por demandas de justicia, sino simplemente por preferencias y deseos de los individuos, por intereses partidistas condescendientes con grupos de presión que determinan la misma actuación del poder público. La ley española de Educación para la Ciudadanía es una consecuencia de la politización de un secularismo ajeno y destructor de una naturaleza humana común, fija y universal, el resultado más patente de la agenda política en orden a fomentar la aceptación social de la homosexualidad como algo perfectamente normal y natural, como un estilo de vida admisible y una orientación sexual homologable a la heterosexual. Estas políticas sociales utilitaristas causan un daño irreversible en la comunidad humana. Las preferencias individuales no deberían ser el fundamento de las políticas sociales, supuesto que pueden verse distorsionadas por múltiples factores, de forma que no lograrán ser en modo alguno verdaderas, y menos todavía cuando se advierten preferencias fundadas por una herencia de injusticia, o por el odio, y bajo la sospecha del adoctrinamiento
La sexualidad queda separada del amor y de la fecundidad
Uno de los efectos más dramáticos de nuestra cultura actual, subyugada como pocas por el sexo fácil y libre, es la separación entre la sexualidad y el amor. Esta ruptura es una escisión radical porque determina la raíz misma de la sexualidad, que se funda en la construcción personal de unir la sexualidad a la vocación al amor. Realizada esta fractura, el sexo sólo es eso, un material de usar y tirar, un material de consumo.
Esta sería, según expone mi director de tesis doctoral J. J. Pérez-Soba, la novedad acaecida en las dos últimas décadas que ha conducido al “pansexualismo” de la cultura actual, una modalidad específica de la “bioideología de la salud”, tal y como la presenta Dalmacio Negro en El mito del hombre nuevo. Se trataría de una provocadora propuesta cultural, que se remonta a la “revolución sexual” de los años 60, y se inspira en Simone de Beauvoir, autora de El segundo sexo, a quien disgustaba ser mujer y agradaba negar la existencia de una naturaleza femenina, haciendo gala de un totalitarismo sin máscara: “no se debería permitir a ninguna mujer que se quedara en casa para criar a sus hijos”. Este fenómeno, que llega hasta nuestros días, no casual ni espontáneo sino vinculado a importantes intereses y al apoyo de una sociedad anestesiada y complaciente, consiste en la secularización de la sexualidad, valorada como algo meramente mundano y sometido al hombre como un elemento más de su naturaleza física. La sexualidad resulta así desgajada de toda experiencia religiosa, quedando la relación hombre-mujer al arbitrio humano, sin más trascendencia que un simple acuerdo de voluntades.
La propuesta “pansexualista” estriba en la reducción de la sexualidad a la genitalidad y al tratamiento de la sexualidad como objeto de consumo, siendo éste algo normal y bueno como tendencia social. El daño irreparable de semejante postulado, presentado como progresista, afecta a la construcción de la persona como sujeto moral, desvalido ante la tarea de fundar su matrimonio y familia. El matrimonio depende cada vez más del arbitrio de las personas que miran sólo sus propios deseos, quedando así desligado de su valor social, como algo que interesa únicamente a los contrayentes.
Pero no solamente del amor, sino que la sexualidad queda, asimismo, separada de la fecundidad, valorada como algo estrictamente físico y electivo frente a los valores más personales del matrimonio como son la convivencia y el afecto mutuo. La aparición del feminismo –movimiento ideológico apoyado incluso por miembros de la Iglesia, y que recientemente exigía en la Cumbre de la Mujer en la ONU la expulsión de la Santa Sede como miembro de Naciones Unidas– será definitiva en la construcción de la separación de la sexualidad de toda dimensión y autorrealización personal. Quizá basta recordar que el poder político llevará a la universidad española “teoría y práctica del aborto” como materia obligatoria, y además piensa que “es el momento en que la igualdad, los estudios de género y la tradición intelectual histórica del feminismo se conviertan en materia troncal de los estudiantes”.
Desmantelar el concepto de naturaleza humana, obstáculo para la política del poder
Llegados a este punto se comienza a edificar una verdadera ingeniería social de deconstrucción y superación del matrimonio y la familia. La teoría del género es el empeño político internacional de más envergadura en orden a imponer un modo específico de comprender la sexualidad, una propuesta de alcance universal y exigida a todos los países como condición para obtener las ayudas que precisan su desarrollo. En España, el poder político incluye en los colegios la obligación de impartir educación sexual, invadiendo el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus valores y convicciones, arrogándose de modo injustificado un papel que no le corresponde, asumiendo cuotas infames de intolerancia en el ámbito de la sexualidad, recomendando el “cibersexo” como “una vía de escape para las personas tímidas” que, además, “puede satisfacer algunos deseos sexuales sin comportar riesgo de embarazo o de contraer infecciones de transmisión sexual”. Asimismo, se cuestiona la heterosexualidad como norma y se reivindica la “pluralidad” de los tipos de familia.
La denominada teoría del género se funda en el desarrollo de la sexualidad no conforme a la naturaleza sino según la propia voluntad. El hombre ya no es hombre, sino persona, individuo, humanidad o gente. El lenguaje “no sexista” que aconseja el poder político consiste en no hablar de sexo masculino y femenino, sino de “género”, es decir, que el sexo en cuanto tal es algo puramente biológico, pero en cuanto “género” es cultural. Caben así otros “géneros”, además del masculino y femenino, como los que se manifiestan en los distintos tipos de homosexualidad que se van a considerar al mismo nivel que los anteriores. Se exige, asimismo, desde el postulado del igualitarismo, la “neutralidad”, con el fin de no imponer un género sobre otro. Surgen así los distintos “modelos familiares” electivos para los que se reclama el mismo tratamiento: parejas de hecho –en especial los homosexuales– y “familias monoparentales”.
Estos elementos configuran un armazón, cuyas propuestas se harán visibles en los tratados internacionales sobre la población o la mujer. En estos encuentros se aplica de modo sistemático la “teoría del género” con los principios de: los “derechos sexuales”, que se identifican con la posibilidad de practicar el sexo libre fuera del ámbito matrimonial; los “derechos reproductivos”, o la necesidad de limitar los nacimientos, recurriendo incluso al aborto; los “modelos familiares”, consideración ambigua de la familia, sin definir y abierta a la homosexualidad. Como puede notarse, el desafío de la propuesta cultural “pansexualista” a la vocación del hombre al amor es absolutamente dramático.
La cuestión de fondo es sencilla: desmantelar el concepto de una naturaleza humana, que constituye un verdadero obstáculo para la política del poder. El proyecto ideológico de formación moral y sexual quedará reforzado de un modo decisivo en la Ley Orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de interrupción voluntaria del embarazo, a partir del próximo 5 de julio. Acaba siendo moderno en esta cultura ideológica progresista, como bien observó Nicolás Gómez Dávila, lo que sea producto de un acto inicial de soberbia, aquello que parezca permitirnos eludir la condición humana.
Roberto Esteban Duque, presbítero