La víspera de la conclusión del Año Sacerdotal, un sacerdote eslovaco, misionero en Rusia, le pidió a Benedicto XVI que profundizara en el sentido del celibato. Resultó muy oportuno que inscribiera su pregunta en el contexto de la Eucaristía, raíz de la identidad y del ministerio sacerdotal.
El Papa desarrolló su explicación sobre el sentido del celibato a partir de la Eucaristía y lo relacionó con el matrimonio.
En la Eucaristía –como también al perdonar los pecados– el sacerdote celebra “en la persona de Cristo”, es decir, permitiendo ser asumidos por el “yo” de Cristo, que es al que sirve de instrumento.
Esa unificación con el yo de Cristo “atrae” al sacerdote también a la vida nueva de Jesús resucitado. Esa vida está más allá del matrimonio (Mt 22,23-32). Y “en este sentido, el celibato es una anticipación. Trascendamos este tiempo y sigamos adelante, y así nos ‘atraemos’ a nosotros mismos y a nuestro tiempo hacia el mundo de la resurrección, hacia la novedad de Cristo, hacia la vida buena y verdadera”.
Se trata, por tanto, de una anticipación de la vida futura del cielo, hecha posible por la gracia de Dios. Y aquí está, según el Papa, un motivo principal por el que hoy no se entiende el celibato (cabría añadir: no sólo el celibato sacerdotal, sino también el celibato en la vida religiosa y en la condición laical): porque no se piensa ya en el futuro que Dios nos prepara, donde Dios nos espera; “parece suficiente solo el presente de este mundo. Queremos tener solo este mundo, vivir solo en este mundo”. Pero “así cerramos las puertas a la verdadera grandeza de nuestra existencia”. Pues bien –añade Benedicto XVI– “el sentido del celibato como anticipación del futuro es precisamente abrir estas puertas, hacer más grande el mundo, mostrar la realidad del futuro que es vivido por nosotros ya como presente”.
En otros términos, el sentido del celibato es vivir dando testimonio de la fe cristiana, que implica la vida eterna, la vida propia de Dios; y, con ello, dar testimonio, ante todo, de “que Dios existe, que Dios tiene que ver con mi vida, que puedo fundar mi vida sobre Cristo, sobre la vida futura”.
Tiene su lógica –seguía explicando– que para los agnósticos el celibato sea un “gran escándalo”, puesto que supone considerar a Dios como realidad y vivir en consecuencia. Este escándalo parece que tiene más peso que la moda de no casarse.
De hecho, “en un cierto sentido, puede sorprender esta crítica permanente contra el celibato, en un tiempo en el que está cada vez más de moda no casarse”. Claro que este no-casarse tiene un significado totalmente distinto al celibato; “porque el no casarse se basa en la voluntad de vivir solo para sí mismos, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de tener la vida en todo momento en una autonomía plena, decidir en cada momento qué hacer, qué tomar de la vida; es por tanto un ‘no’ al vínculo, un ‘no’ a la definitividad, un tener la vida sólo para sí mismo”.
En cambio, “el celibato es precisamente lo contrario: es un ‘sí’ definitivo, es un dejarse tomar de la mano por Dios, entregarse en las manos del Señor, en su ‘yo’, y es por tanto un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del matrimonio; es precisamente lo contrario de este ‘no’, de esta autonomía que no quiere obligarse, que no quiere entrar en un vínculo; es precisamente el ‘sí’ definitivo que supone, confirma el ‘sí’ definitivo del matrimonio”; es decir, de la forma bíblica y natural de relacionarse el hombre y la mujer que está en la raíz de nuestra cultura.
En definitiva, “el celibato confirma el ‘sí’ del matrimonio con su ‘sí’ al mundo futuro, y así queremos seguir y hacer presente este escándalo de una fe que pone toda su existencia en Dios”.
En efecto –puede resumirse todo ello–: cuando la fe flaquea, se oscurece la vida futura y con ello surge el fantasma del miedo al compromiso, sea en el celibato, sea en la vida matrimonial, por querer aferrarse y encerrarse en el presente individualista, cerrando los ojos a la belleza y la fuerza de la vida eterna que la fe anuncia e inaugura.
Somos conscientes, observa Benedicto XVI, de que junto a este gran escándalo que produce la fe, y que el mundo no quiere ver, están también “los escándalos secundarios de nuestras insuficiencias, de nuestros pecados, que oscurecen el verdadero y gran escándalo, y hacen pensar: ¡Pero no viven realmente fundados en Dios!”.
“¡Pero –responde– hay mucha fidelidad!” Y “el celibato, precisamente las críticas lo muestran, es un gran signo de la fe, de la presencia de Dios en el mundo”. Por eso debemos rezar a Dios “para que nos ayude a hacernos libres de los escándalos secundarios” de modo “que se haga presente el gran escándalo de nuestra fe: ¡la confianza, la fuerza de nuestra vida, que se funda en Dios y en Jesucristo!”
Ramiro Pellitero, sacerdote, profesor de Teología pastoral, Universidad de Navarra