Llegan a la parroquia dos chicas, hermanas entre sí, jóvenes pero ya no adolescentes, universitarias las dos, y me dicen que quieren conocer la fe cristiana con la posible idea de bautizarse. Todavía no saben si quieren bautizarse, pero lo que sí saben es que quieren conocer el cristianismo. De la conversación deduzco que no solo no han sido bautizadas sino que no conocen nada de la Iglesia, pero ahí están, pidiendo conocer más. Les pregunto cómo han decidido venir a una parroquia, a un cura que no conocen, pidiendo conocer una religión que les es totalmente extraña. Y con los tiempos que corren, con lo que se oye por ahí de la Iglesia…
Me contestan que una de ellas tiene un novio que es practicante asiduo de la fe y la otra estudia magisterio en una institución católica, y las dos les ha entrado el gusanillo por conocer más nuestra fe. Lo hacen sin que lo sepan sus padres, que a la Iglesia le tienen poco aprecio. No las conozco todavía pero me impresiona su sinceridad y su apertura hacia todo lo que forma parte de nuestra religión. La catequista que les designo para que les explique los rudimentos de la fe me cuenta que todo les parece bien, ella esperaba que ante ciertos temas las hermanas se pudieran rebelar (hay cosas de nuestra religión que sin duda deben costar a los que no están acostumbrados a vivirlas), pero no es así, parece que lo que se les explica se adapta a su espíritu como un guante.
Ha llegado ya el momento en que del conocimiento han pasado al deseo, y quieren recibir el bautismo. Habrá que inscribirlas en el catecumenado diocesano para que un día el Obispo las bautice, pero mientras tanto ya vienen a Misa los domingos, han empezado a conocer a los jóvenes de la parroquia e incluso este verano planean hacer el camino de Santiago con más gente de la parroquia. Sus padres han pasado del disgusto al asombro y, en cierto sentido, a la admiración: Les cuesta entender cómo sus hijas se pueden sentir atraídas por la Iglesia Católica. No es nada nuevo. Me contaba la superiora de un convento de carmelitas descalzas que el padre de una posible postulanta le dijo que prefería que su hija fuera una mujer de mala vida antes que se metiera a monja. Entró la chica en el convento y el padre estuvo sin hablar con su hija varios meses, hasta que al final cedió y ahora está feliz que su hija sea carmelita descalza.
Experiencia típica de los conversos -antiguos y nuevos- es el descubrir de pronto, como una irrupción en sus vidas, una belleza (“hermosura tan antigua y tan nueva”, decía San Agustín), una bondad y una paz que estaban allí, pero que ellos no habían sabido apreciar: Manuel García Morente, Edith Stein, André Frossard, Alexis Carrel, Bernard Nathanson, Eduardo Verastegui, Gerard Depardieu, y muchos otros, hablan de su conversión en términos de tal descubrimiento. Estaban allí, pero no se habían dado cuenta, la vida no les había permitido apreciarlas, hasta que un día ellas se “colaron” en sus vidas y no se fueron, ya no pudieron ignorarlas. Uno de ellos, el famoso abortista Dr. Nathanson escribió el libro “La Mano de Dios" donde cuenta su conversión y cómo le ayudó el psiquiatra Karl Stern “Transmitía una serenidad y una seguridad indefinibles. Entonces yo no sabía que en 1943, tras largos años de meditación, lectura y estudio, se había convertido al catolicismo. Stern poseía un secreto que yo había buscado durante toda mi vida: El secreto de la paz de Cristo”.
Es verdad que no se puede amar lo que no se conoce. Nos asombramos que algunos no amen la Iglesia sin darnos cuenta que es simplemente porque no la conocen. Y lo que han oído hablar de ella les produce miedo o desprecio, o algo parecido, y los más lanzados se sienten forzados a tirarle piedras (físicas o verbales). Pero lo más peliagudo del caso es que muchos de estos creen conocerla, porque han acudido a sus catequesis y participado en sus celebraciones o recibido clases de religión, pero en realidad no la conocen porque nosotros mismos, miembros de la Iglesia, hemos transmitido una imagen que no corresponde con la belleza de nuestra Madre.
Hay realidades que cuanto más se conocen menos gustan, pues en ellas prima la fealdad, el desorden o incluso el mal. Pero hay otras, como es el caso de Dios y todo lo que hace referencia a él, que cuanto más se conoce más se ama, pues es amable, en el sentido pleno de la palabra: Amable, digno de ser amado, susceptible de ser amado, merecedor de ser amado. Y si algunos no le aman es porque no le conocen o tienen una imagen distorsionada de El. La Iglesia pide cada día por la conversión de los que están alejados, no solamente para que de malos pasen a ser buenos, eso sería un moralismo chato y ramplón, sino para que la belleza y la bondad de Dios irrumpan un día en sus vidas y ellos se rindan ante tanta luz.
Alberto Royo Mejía, sacerdote