No era necesario que el Instituto de estudios sobre el niño, de la Universidad de Toronto, se gastase el dinero en contarnos algo que, al menos en España, tenemos perfectamente contrastado. Si el ilustre señor Don Pero Grullo hubiese vivido en los tiempos de ZP, habría abierto su boquita para proclamar lo que los canadienses afirman haber estudiado a fondo: aquí, para hacerte importante, tienes que mentir como un bellaco. Si no, no eres nadie. De haber conocido los de Toronto a Don Pero, con menos dólares hubiesen llegado a la misma conclusión: los niños que saben mentir tienen más probabilidades de prosperar en su vida de adultos. ¡Menuda noticia!
—¡Manolo, que el niño dice que ha sido su hermanito el que ha manchado la pared mientras tiene el lápiz en la mano! ¡Este niño es un mentiroso!
—¡Déjalo, Alberta, que así llegará a presidente! Hoy le echa la culpa al hermanito, y mañana se la echará a Aznar, a Bush, a los tiburones de la bolsa y a los potentados de gualestrit. Además, ahora los de Toronto aseguran que la trola es señal de inteligencia. Ven aquí, monín, que te voy a poner unos vídeos de Pepiño Blanco para que progreses.
Yo fui niño a finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. ¡Eso eran siglos! Y, aunque empezaba el destape, todavía no se había impuesto el imperio de la trola con la fuerza con que ahora nos gobierna. Por eso, la educación que recibimos muchos niños de mi generación fue muy distinta a la pedagogía de Toronto y de Pepiño. Véanse algunos ejemplos:
- Antes, si te pillaban en una trola, se te caía el pelo y te quedabas sin los dibujos animados de la tele un par de días. Te decían que era importante que fueses una persona “de fiar”, alguien de palabra, para prosperar en la vida. Ahora, si descubren que el niño ha mentido, vienen los de Toronto y le dan el “plus ultra”, porque ese niño llegará lejos.
- Antes, si te levantabas de la mesa, si hacías ruido cuando había visitas, o si hablabas durante las clases o durante la misa, te caía un pescozón de los de “niño, estáte quieto”, y acababas por aprender a no moverte a destiempo. Desde niño sabías que había que controlarse de cuando en cuando. Ahora, si el niño se mueve mucho, si habla por los codos, o si no para de llamar la atención, el pobre niño es hiperactivo –no le culpe, señora– y hay que darle un chute de psicofármacos para que se relaje. No hay nada como iniciar a los infantes en la drogodependencia vigilada; así, cuando sean mayores, lo de la coca ya les coge preparados. Y, sobre todo, para qué gastar en pescozones lo que se puede lograr con lexatines.
- Antes, si llegaba a casa una nota del maestro quejándose de tu comportamiento en clase, al castigo impuesto en el colegio se le sumaba la bronca materna, la paterna, y dos meses de reclusión haciendo deberes. Querían nuestros pobres padres, tan ignorantes ellos de los avances de Toronto, que aprendiésemos que las trastadas nunca salen gratis. Ahora, si llega a casa una nota del maestro quejándose del niño, mamá se dirige al colegio y le canta al maestro las cuarenta por no comprender al niño, por tenerle manía, y por no darse cuenta de que los malvados son los niños del vecino mientras el suyo se lleva todas la culpas. Así vamos creando escuela y, más adelante, cuando la policía traiga al “niño” a casa borracho como una cuba después de haber quemado un contenedor de basura, mamá la emprenderá con las fuerzas represoras del orden por tomarla con su hijito cuando los culpables son los amigos.
- Antes, los fines de semana te sacaban de la cama en cuanto había luz, porque mamá tenía que limpiar y porque no eran horas. No era bueno –nos decían–dejarse arrastrar por la pereza. Ahora, a las dos de la tarde, va mamá por la casa callando a las visitas: “¡chssst! No hagáis ruido, que el niño se acostó a las nueve de la mañana después del botellón y tiene que descansar”.
En fin... Vivimos en la era de Toronto, de ZP, y de “Física o química”. Y lo peor de todo es que los niños del siglo pasado sigamos en la inopia y aún estemos agradecidos por esa educación represiva que nos hace escribir cosas como las que escribo yo. Somos unos decadentes.
José-Fernando Rey Ballesteros, sacerdote