Este pasado domingo estaba yo concelebrando en la ordenación de nuevos sacerdotes de mi diócesis de Getafe -diez, de diferentes edades, todos llenos de ilusión y alegría- cuando en el momento de la imposición de las manos, que parecía no acababa nunca por el gran número de concelebrantes, caí en la cuenta que muchos de entre ellos, jóvenes la mayoría, no les conocía, obviamente no eran de la diócesis. Lo comenté con el sacerdote que tenía al lado y me contestó: Son los compañeros de estudios en San Dámaso de los que se ordenan, y algunos son sus profesores.
Al acabar la ceremonia pude comprobar que era así, esa multitud de curas eran casi todos estudiantes de San Dámaso, provenientes de distintas diócesis, y coincidentes en ser jóvenes y en tener un estilo, al menos externo, muy sacerdotal. Lejos de mí juzgar por las apariencias, pero lo externo muchas veces refleja las disposiciones interiores, y estos curitas se veían precisamente eso, muy curas, y con mucho entusiasmo. Tuve una sensación parecida hace unas semanas en unas ordenaciones de curas diocesanos estudiantes en la Universidad de Navarra, si bien entonces eran sobre todo latinoamericanos y filipinos.
Como uno ha vivido bastante más ya en el siglo pasado que en este, ha visto de todo y no deja de asombrarse de ver estos nuevos sacerdotes, ya que no es difícil recordar los tiempos en que en un grupo nutrido de sacerdotes, raro era el que iba vestido como tal, y sin duda mirado con recelo. Que en pocos años en Madrid y diócesis sufragáneas hayan cambiado tanto las cosas no deja de ser asombroso.
Pero este cambio tiene sus autores, no ha venido por arte de magia. Empezaron los cambios con Don Angel Suquía, que en paz descanse, y continuaron con Don Antonio María, con Don Francisco Golfín, de feliz memoria, don Joaquín María de Getafe, etc. Me da la impresión que dicho cambio se está operando en otras partes de España (en Toledo llevan ya muchos años, en otros sitios es todavía algo incipiente), pero la radicalidad de tal fenómeno es especialmente vistosa en Madrid.
Si fuera un cambio externo solamente, de poco valdría, lo importante es que ha sido fruto, o por lo menos ha acompañado a un cambio en el modo de estudiar la Teología y en cómo interpretar la identidad del sacerdote, su espiritualidad y su relación con el mundo. Y en esto ha jugado y juega un papel insustituible la facultad madrileña de San Dámaso.
Creo que dicha institución ha contribuido, y lo sigue haciendo, a formar sacerdotes (también religiosos y seglares) en una teología sana, equilibrada, sin extremismos, que permite entender la vida del presbítero en un contexto de fidelidad a la Iglesia y compromiso con el mundo actual sin diluir su identidad. Y no solo para Madrid, sino que hoy contribuye con varias diócesis de España y del mundo entero. Ayer concretamente pude hablar un buen rato con un sacerdote estudiante gallego, muy simpático, que me contaba su experiencia de estudio en San Dámaso.
Esa dirección la tomó dicho centro ya con Don Angel Suquía y después ha crecido y se ha consolidado con Don Antonio María Rouco. Es más, si cada pastor de una diócesis suele ser recordado por algún acento especial que puso en su ministerio o por alguna obra que realizó, creo que el Cardenal Rouco será recordado, entre otras cosas, por la labor realizada para consolidar y aumentar la facultad de San Dámaso hasta convertirla en un centro con un nivel que se puede codear con los primeros centros teológicos de Europa. Los resultados están a la vista: El número de alumnos aumenta, así como las tesinas y tesis doctorales, las publicaciones, etc., y no podemos olvidar que su Decano es hoy el único miembro español de la Comisión Teológica Internacional.
Estilo distinto de estudios, estilo distinto de formación y poco a poco se cambia una diócesis. Lo que pasó en los años turbulentos del postconcilio pasa ahora en sentido mucho más equilibrado, sin extremismos. Esta es una labor discreta, que llama poco la atención en un principio, pero que a la larga da un fruto de gran valor. En el caso de San Dámaso es además un servicio importante a la Iglesia universal, que en muchos sitios necesita ver cambios en su clero como agua de mayo. Benditos sean los pastores que han visto la necesidad de dichos cambios y como Don Antonio María Rouco, se han decidido a ponerlos en práctica. Al final, los resultados se ven.
Alberto Royo Mejía, sacerdote