La tolerancia es uno de los valores que hoy por hoy están más a flor de piel en la vida de tantos seres humanos. Pero su auge, sobre todo a partir de los movimientos juveniles de los años 60´s del siglo pasado, ha fraguado una idea que quizá imperceptiblemente se apartó de la concepción original del concepto.
Actualmente la palabra tolerancia se usa recurrentemente como sinónimo de respeto ante los actos o modos de pensar del otro, incluso cuando no se está de acuerdo.
El concepto de tolerancia nació en un contexto religioso, concretamente en el de la segunda mitad del siglo XVII, cuando aquella famosa frase cuius regio, eius religio (de tal reino, tal religión) era realidad: los príncipes y reyes imponían a sus súbditos la propia religión. Debemos al inglés John Locke las bases y el desarrollo primario de la palabra, explícitamente tratados en su Carta sobre la tolerancia, inicialmente publicada en lengua latina. Así, la tolerancia estuvo vinculada desde el comienzo al derecho a la libertad religiosa.
Desde un comienzo tolerancia también implicó un contenido moral en cuanto que hacía relación a soportar un mal, tanto en el orden práctico (los pecados), como en el orden especulativo (los errores), cuando existían razones para ello.
En nuestros días se da de hecho una confusión. Y es que tolerancia no significa respeto al error o al “pecado” cuanto a la persona que vive en el error o en el pecado. En este marco no se puede aplicar el valor de la tolerancia pues eso implicaría atentar contra el derecho a la verdad, al bien y a la libertad. Tolerar no significa permitir el mal.
La tolerancia hacia las personas es algo lícito y conveniente, no así la aprobación del mal moral o del error: estos permanecerán siempre como reprobables.
Por otra parte, suele olvidarse una dimensión más de la tolerancia que es aportación netamente cristiana. Se trata de la “caridad” aplicada al valor “tolerancia”. ¿Qué significa esto en la praxis? Que no se trata únicamente de soportar al que yerra o al que vive en el mal, también implica una preocupación por él, un acompañamiento, e incluso una conversión a la verdad y al bien. Se le respeta pero respeto no significa indiferencia o despreocupación; la tolerancia auténtica acompaña y se ocupa. Precisamente por eso se convierte en cercanía y no en olvido.
Desgraciadamente algunos han querido monopolizar el valor de la tolerancia para aplicársela exclusivamente a sí mismos y, además, lejos de su significado real. En nuestros días se usa la bandera de la tolerancia para justificar la mentira y el error. Y cuando alguien osa, con respeto y desapasionamientos, tratar de encauzar hacia la verdad y el bien, o simplemente recordarlos, se le tacha de “intolerante”.
En este sentido, ¿no deberían vivir también la tolerancia quienes han querido monopolizar el uso de la palabra y dotarla de un falso contenido? Ahora todos aquellos que reivindican la verdad sobre la inviolabilidad de la vida, desde la concepción hasta su término natural, de la familia fundada en un matrimonio de por vida entre un hombre y una mujer, sobre la libertad religiosa o sobre el derecho de los padres a la educación de sus hijos según sus convicciones, son estigmatizados como “intolerantes” y se les exige respeto. Quienes piden tolerancia hacia su modo de ser, pensar o vivir, ¿no estarían en la misma obligación de profesar lo que piden hacia quienes piensan distinto y además dan argumentos para ello?
Ciertamente no se puede olvidar que la tolerancia nunca se podrá entender como monólogo. La tolerancia es también un “diálogo” en el sentido etimológico del término: dos palabras en camino hacia un destino común de avenencia. Y sería erróneo perder de vista que el fondo de ese diálogo debe ser el respeto, la mutua comprensión, el interés por el otro, y que la verdad y el bien son sus metas finales. La tolerancia excluye el relativismo.
Cortesía de la revista ¡Tenemos que hablar!