El matrimonio no se funda ni en la cultura, ni en la historia, ni en el poder, sino en nuestra naturaleza social. El matrimonio arranca naturalmente de la tendencia al amor y perfeccionamiento mutuo que instintivamente sienten entre sí el hombre y la mujer. Es una realidad que implica directamente a dos personas en una relación heterosexual estable de amor mutuo que lleva a la unión íntima y a la comunión interpersonal. Amor, sexualidad y matrimonio están íntimamente conectados y relacionados. Por ello, hoy muchos jóvenes siguen poniendo su confianza en la relación matrimonial como la mejor garantía de estabilidad para la convivencia entre ellos y de remedio contra la soledad y la angustia, pero desgraciadamente no siempre con éxito, como se ve en el número creciente de divorcios, fruto de las desilusiones afectivas y conflictos interpersonales, lo que lleva a preguntarse: ¿vale la pena casarse y especialmente casarse cristianamente?, y ¿qué es lo que el matrimonio aporta al amor?
Por supuesto que pienso que para los creyentes sí vale la pena contraer un matrimonio cristiano, en el que Dios, creador e inventor del amor, esté presente, contribuyendo su gracia, recibida en el sacramento, a que los esposos se amen. El matrimonio no es una unión cualquiera, por lo que el que dos cristianos vivan una transformación tan importante de su vida sin reflexionarla, prepararla y celebrarla en la Iglesia, no es coherente. Secularizar el matrimonio y vivirlo como algo ajeno a la fe, tiene consecuencias muy dañosas. Para empezar. la propia fe es una fuente de alegría, pues supone la aceptación de la buena noticia del evangelio. El matrimonio y la familia son instituciones “provenientes de la voluntad de Dios. Hay que descubrir la verdad de la familia como íntima comunión de vida y amor, abierta a la procreación de nuevas personas, así como su dignidad de “iglesia doméstica” y su participación en la misión de la Iglesia y en la vida de la sociedad”. Es además “el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida contra los múltiples ataques a los que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano” (Juan Pablo II. Exhortación “Ecclesia in Europa” 28-VI-2003, nº 90 y 94).
El sacramento del matrimonio no es tan solo un momento aislado, puesto que fundamenta la vida familiar y hace de ella un signo de salvación. Pero esto exige por parte de los novios un creer en lo que la Iglesia les propone, cuando vienen a pedirle que ratifique su amor y les ayude a vivirlo en plenitud, pues somos pecadores necesitados de la ayuda divina. La frase evangélica “creo, Señor, pero ayuda mi fe” (Mc 9,24) ha de transformarse en la vida de los que se aman en “creo, Señor, pero ayuda y aumenta nuestro amor”.
El amor es la primera y debe ser la última palabra, para lo que hay que ayudarlo con el convencimiento y la esperanza de que puede durar toda la vida. Pero, además, la visión integral del amor, del matrimonio y de la familia sólo es posible desde la fe. La familia cristiana es un quehacer desde la fe y tiene su origen en ese amor conyugal que el sacramento transforma profundamente, haciendo del matrimonio un misterio, el del amor de Dios vivido en la realidad concreta del amor, la ternura y la íntima convivencia conyugal.
De este modo, la vida matrimonial se transforma en vocación que perfecciona y desarrolla las gracias recibidas en el bautismo, de manera que cada persona y familia cristiana forma parte de la historia de la salvación y contribuye a la edificación de la Iglesia, que a su vez coopera en la santificación de los cónyuges y de la familia.
Pedro Trevijano, sacerdote