Queridos Hermanos y amigos: paz y bien.
Se resistía una vez más. Como si se tratase de una terca cerrazón se empeñaba en no abandonar su presa, en no dejar de pintar de negro todo cuanto a su vera alcanzaba. Y así la penumbra fue robando los colores vivos, aquellos colores que a pesar de todo sabían que estaban. Nos falta la luz, nos falta la luz, –unos y otros decían–.
¿Qué luz es esta? – se preguntaban–. Es la Luz que hizo el día, la Luz que la boca de Dios pronunciara para llamarla a la vida. ¡Que exista la Luz –dijo entonces Él–!, y obediente apareció en la escena de una tierra ensombrecida.
Pero esa divina Luz fue eclipsada por impertinentes pantallas que soplaban así su resentida oscuridad. Y según pasaban los días, los meses y los años, siglo tras siglo aquella claridad del principio fue paulatinamente perdiendo su brillo.
A las tres de la tarde, de un viernes santo, el primero, el sol se rindió. Era el estertor de la luz que así se apagaba tras la agonía de su creador. Y fueron tres días tres, sí tres inmensas jornadas cuyas noches todo lo invadían. Se apagó la vida del Señor fusilada en el paredón de una cruz. Se apagaron también los ojos de sus discípulos que huyeron de estampida. Se apagó la esperanza que se encendió en tres inolvidables años con parábolas benditas, con palabras de vida, con signos y milagros, con ternura y misericordia divinas.
Pero llegó un momento en el que la noche perdió su embrujo, y también la noche oscura aguardaba la más luminosa alborada. La luz del nuevo día, poco a poco y lentamente, se hizo sitio en el reino de la muerte. Y amaneció. La hora prevista trajo el regalo imprevisto y todo cambió, por pura gracia y sin merecerlo.
Y quienes de noche fueron a embalsamar piadosamente a un muerto, se encontraron que a plena luz un ángel les decía que aquel a quien buscaban había resucitado, que a quien querían embalsamar sencillamente vivía.
Un sepulcro vacío, donde no cabía tanta vida, abrió sus puertas de par en par, y una voz se escuchó, y salió de nuevo como la vez primera diciendo con sus labios creadores ¡que exista la Luz! Y desde entonces el hogar de los humanos, un jardín reencontrado, se convirtió para siempre en una casa encendida.
Es la pascua, es el triunfo de Jesús resucitado, es la victoria sobre todos los enemigos uno tras otro, desde el más primerizo e inexperto, hasta el más postrero como la muerte. Cristo ha resucitado, y en Él se enciende para siempre la luz que no declina, la que discreta siempre nos acompaña, la que sin deslumbrar nos alumbra, la que hace que coincida la buena nueva con la bondadosa suerte.
Unos y otros se fueron pasando la noticia, y como un feliz reguero de pólvora festiva, fue chisporroteando una inmensa y contagiosa alegría, una alegría que no era ya fugaz contento, sino la más feliz e interminable dicha.
La muerte perdió su aguijón, la muerte murió ante la explosión de la vida. Damos gracias conmovidos por tanto gozo, por tanta gracia, por tanta santa algarabía. Quiera el Señor hacernos testigos de este milagro, con nuestros sepulcros abiertos y vacíos de todo aquello que antes nos llevaba a ofender a Dios, a herir al hermano, mientras nosotros nos rompíamos por dentro. Dios glorificado, el hermano acogido, y nuestro corazón exultante con el mejor canto por el triunfo de Cristo resucitado.
Feliz Pascua de Resurrección. El Señor os bendiga y os guarde.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Adm. Apost. de Huesca y de Jaca