A los presbíteros, a las personas consagradas y a los fieles laicos de la Iglesia de Tánger:
Paz y Bien:
Queridos:
Los tiempos se han vuelto recios para la fe.
La Iglesia se halla acusada y acosada, señalada a la atención de todos y puesta en medio con infamia, condenada como enemiga de la humanidad.
La Iglesia, frágil barquilla sacudida por olas y vientos, parece destinada a hundirse en soledad y oscuridad, golpeada contra los bajíos del descrédito, la deshonra, la vergüenza, el desprecio, la burla, la indiferencia, el olvido.
Hoy son muchos los hijos de la Iglesia que fingen no conocer a su madre, como si ella llevase sobre los hombros maldades que no sean las que nosotros cometemos, basura que no sea la que nosotros producimos, miserias que no sean las que nosotros causamos y padecemos.
Hoy la paz de los fieles es sometida a prueba de muchas maneras. Para algunos de ellos ha llegado la hora de la sangre derramada. Para muchos de los pequeños que creen en Cristo es tiempo de escándalo y de muerte. Para todos es tiempo de pasión, hora del poder de las tinieblas, de vidas zarandeadas por el enemigo, de combate y purificación, tiempo de oración en aridez y cansancio, tiempo de vela para no caer en la tentación.
En este contexto adquiere un significado muy especial la Misa Crismal, en la que se bendicen los óleos que han de ungir nuestros cuerpos en las diversas celebraciones de la Iglesia. “Con el santo crisma se ungen los recién bautizados, los confirmados son sellados, y se ungen las manos de los presbíteros, la cabeza de los Obispos y la Iglesia y los altares en su dedicación. Con el óleo de los catecúmenos, éstos se preparan y disponen al Bautismo. Con el óleo de los enfermos, éstos reciben alivio en su debilidad”.
Ungidos como Jesús:
A Jesús de Nazaret, bautizado en el Jordán, el Espíritu lo ungió bajando sobre él como una paloma. Y de Jesús, del Ungido, del Cristo, habló entonces la voz del cielo: “Éste es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto”.
Jesús fue ungido por el Espíritu para dar “la buena noticia a los pobres”, y fue enviado “para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor”.
Jesús fue ungido por el Espíritu, que lo fue llevando por el desierto “mientras el diablo lo ponía a prueba”. La fuerza del Espíritu llevó a su Ungido por los caminos de Galilea donde con autoridad enseñaba y curaba. Movido por el mismo Espíritu, Jesús subió decididamente a Jerusalén, para consumar su éxodo; allí, en la cruz, como Hijo, como Siervo, como cabeza de una humanidad nueva, por su obediencia al Padre, el Ungido alcanzó la victoria definitiva sobre el enemigo que nos había sometido a esclavitud.
Un día, a los discípulos de Jesús, comenzaron a llamarlos “cristianos”, discípulos de Cristo, hombres y mujeres seguidores del Ungido. Pero antes de que nadie los llamase con ese nombre, el Espíritu los había hecho ‘ungidos’, verdaderos ‘cristos’, hombres y mujeres llamados para dar la buena noticia a los pobres, enviados a iluminar y liberar, a proclamar un jubileo de Dios para todos los pueblos.
Ungidos como Jesús, eso es lo que somos: Nos ungió por fuera un óleo sagrado; nos ungió por dentro el Espíritu del Señor. Con verdad puedes decir: soy ungido, soy otro cristo, soy cristiano, porque el Espíritu del Señor está sobre mí.
“Con la fuerza del Espíritu…”:
“Con la fuerza del Espíritu” también tú has de recorrer tu camino de hijo de Dios. Te precede Jesús; lo sigues tú, con tu cruz, en tu soledad, en tu noche.
“Con la fuerza del Espíritu” fuiste ungido, aún catecúmeno, para disponerte al combate con el poder del mal. Ese combate será sin tregua hasta la muerte.
“Con la fuerza del Espíritu” fuiste ungido después de bautizado, configurado con Cristo, sacerdote, profeta y rey. Allí, en el misterio de las aguas bautismales, bajaste con Cristo a la muerte, con Cristo fuiste sepultado, con Cristo resucitaste a vida nueva, en Cristo fuiste justificado, santificado, vivificado. Lo que entonces viviste en la verdad del sacramento, aquella experiencia única de muerte y resurrección, la haces cada día en la verdad de tu vida: Caminas con tu Señor, amas con él, sufres con él, mueres con él… resucitarás con él. Caminarás, amarás, sufrirás, morirás, resucitarás con Cristo, sólo si te anima la fuerza del Espíritu que de Cristo has recibido.
“Con la fuerza del Espíritu” de Jesús saldrás al encuentro de los pobres, con tu pan y con tu vida, con tu alma en las manos.
“Con la fuerza del Espíritu” de Jesús romperás cadenas, cambiarás en alegría las tristezas, en paz las angustias, en fiesta los lutos.
No nos dijo el Señor: “Seréis numerosos”. No nos dijo nunca: “Seréis poderosos”. En ningún sitio hallaréis escrito a propósito de nuestra vida un “seréis grandes”. Muchos que todavía se llaman cristianos sueñan con ser numerosos, poderosos y grandes. Muchos que todavía se llaman cristianos, se engañan a sí mismos con fantasías de gloria mundana, y olvidan que todo cuanto se nos ha mandado a los discípulos se encierra en estas palabras del Maestro: “que os améis unos a otros”.
Tampoco nos dejó Jesús en herencia el aprecio del mundo: “Cuando el mundo os odie, tened presente que primero me ha odiado a mí. Si pertenecierais al mundo, el mundo os querría como a cosa suya, pero como no le pertenecéis, sino que al elegiros yo os he sacado de él, el mundo os odia”.
Todavía hay cristianos que piensan poder cuantificar la difusión de la fe con los instrumentos de una empresa de encuestas. Como si fuese posible a los encuestadores saber dónde sopla el Espíritu del Señor, de dónde viene y a dónde va.
¿Qué hicimos del evangelio de Cristo para que alguien llegase a soñar una posible identificación entre mundo cristiano y mundo? “Un siervo no es más que su amo; si a mí me han perseguido, lo mismo harán con vosotros, y el caso que han hecho de mis palabras lo harán de las vuestras”.
Soplan con fuerza los vientos del Espíritu, y la Iglesia se purifica. Son tiempos de dolor, tiempos de parto. Algo nuevo y hermoso está viniendo a la luz. Caerán los ídolos: los fundamentalismos, los integrismos, las ideologías. Los creyentes se quedarán con una herencia de odios –el odio del mundo-, y un único mandato de amor –el que recibimos de Jesús-: “Que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros”.
¿He dicho amor? Entonces he dicho Espíritu Santo, Espíritu de Dios, Espíritu de Jesús.
Esta Iglesia de Cristo, esta comunidad animada por el Espíritu de Cristo, esta experta en el amor que es Dios, sabe qué hacer con la miseria humana, siempre ha sabido qué hacer con la adúltera, con la prostituta, con el ladrón, con el criminal, con quien aborta, con el pederasta, con el envilecido europeo que viene a Marruecos a comprar sexo, a pisotear la dignidad de los pequeños, a herir la inocencia de los débiles, a humillar la pobreza de los que nada tienen. Esta Iglesia ha sabido siempre qué hacer y lo ha hecho con todas sus fuerzas, casi siempre odiada por lo que dice, despreciada por su moral del amor extremo, objeto de burla porque cree todavía en la libertad y en la responsabilidad del individuo. La Iglesia muestra a todos, con gran amor, el camino que lleva a la vida, y abraza como madre, con alegría de madre, con esperanza de madre, con entrañas de madre, a aquellos que, habiéndose alejado por debilidad o malicia de aquel camino, vuelven arrepentidos a pedir la gracia de recorrerlo.
Hoy, enemigos verdaderos e hijos fingidos de la Iglesia de Cristo, se han confabulado para crucificarla: ¡A la cruz con ella!, porque es madre de hijos pecadores.
Y de esta Iglesia crucificada, como de Jesús, se burlan los que pasan, bromean los que están alrededor, y la insultan incluso los criminales que el poder siempre crucifica con ella.
Para este combate, para esta obediencia, para esta entrega de la vida, para este amor hasta el extremo, necesitamos la fuerza que sólo Dios puede dar. Por eso, como Cristo, también nosotros fuimos ungidos con óleo y con Espíritu Santo.
Hemos sido consagrados por el Espíritu:
En esta hora de pasión, quiero recordaros, hijos muy queridos, lo que somos por gracia, lo que el amor de Dios ha hecho de nosotros.
Sois hijos de Dios en el Hijo de Dios. Lleváis la palabra de Jesús en vuestro corazón, allí la guardáis y la meditáis. La palabra guardada es testigo del amor que tenéis a Cristo el Señor. Por la palabra que habéis creído y por el amor que tenéis a Cristo, el Padre os ama, y con Cristo ha venido a vosotros y habita en vosotros. De ello da testimonio el Espíritu Santo que os ha ungido.
Sois templo de Dios, su santuario, su tabernáculo, su morada sagrada. Y en ese templo, en comunión con Cristo, sois el altar en el que se ofrece a Dios un culto verdadero, hecho de obediencia filial, de amor confiado, de vida entregada, de alabanza agradecida.
Cada uno de nosotros lleva grabada en la frente una misteriosa inscripción: “Consagrado al Señor”, sagrado para Dios, santo para el que es tres veces Santo.
Para esta consagración has sido ungido, para ser santo has sido sellado, para ser de Dios has sido marcado con el Espíritu de Dios.
El profeta había anunciado de esta manera lo que la gracia ha realizado en ti por Cristo Jesús: “Vosotros os llamaréis «Sacerdotes del Señor», dirán de vosotros: «Ministros de nuestro Dios». Les daré su salario fielmente y haré con ellos un pacto perpetuo”.
El vidente de los tiempos últimos no anunció en su libro lo que aún estaba por venir, sino que pronunció su doxología por lo que ya se había realizado: “Gracia y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. A Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”.
No olvides, cristiano, tu dignidad. No desprecies a quien no la reconoce. Ama a todos, para que todos lleguen a conocer la altísima vocación a la que también ellos son llamados: testigos, sacerdotes y reyes.
Nuestro camino es el de Jesús: ungidos como él por el Espíritu del Señor, enviados como él a dar la Buena Noticia a los pobres.
Tu nombre de “cristiano” es inseparable de la vida de los pobres.
Tu nombre de “ungido por el Espíritu del Señor” es inseparable de tu misión con los que sufren, con los que tienen el corazón desgarrado, con los que se han visto privados de libertad, con los que esperan un año de gracia del Señor.
¡Has sido ungida para amar!
Nuestro camino, como el de Jesús, es el de la cruz. Nuestro destino es la gloria con Cristo muerto y resucitado.
Tánger, 1 de abril de 2010.
Jueves Santo.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo Martínez, Arzobispo de Tánger