Estamos celebrando el año santo sacerdotal con motivo del ciento cincuenta aniversario de la muerte del Cura de Ars, y descubro con un cierto disgusto que ni un solo artículo mío este año lo he dedicado al sacerdocio.
Una primera introducción puede ser por qué me hice sacerdote. Recuerdo que me impactó mucho cuando era niño o adolescente el leer que Colbert, el ministro de Hacienda de Luis XIV y para quien el inicio de su carrera había sido un acto de honradez, en su lecho de muerte exclamó: “me he pasado la vida sirviendo al Rey y no a Dios. Hoy me presento delante de Dios con las manos vacías”. Prescindiendo que tal vez no fuese así, sí pensé que yo quería dar un sentido a mi vida y que el sacerdocio era una buena manera de hacerlo. Años más tarde, ya siendo seminarista, leí que un periodista había preguntado a un grupo de seminaristas que por qué eran seminaristas y uno de ellos le contestó: “Porque me parece que vale la pena apostar la vida por Cristo”.
Este año sacerdotal tiene como lema: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”. Evidentemente la fidelidad de Cristo hacia nosotros no va a fallar. La invitación a ser sacerdote proviene de Él y el ser sacerdote nunca es un derecho, sino un don y una gracia de Dios que da a quien Él quiere y que muchas veces no logramos entender porqué yo sí y otro no. Y desde luego tengo que tener una cosa clara: su gracia no nos va a fallar. El que sí puede fallar soy yo. Lo que debemos tener claro es que a la fidelidad de Cristo tiene que corresponder la fidelidad del sacerdote. ¿De qué modo?
Ante todo hemos de ser gente con una fe profunda. Fe por supuesto en Cristo, “Camino, Verdad y Vida”(Jn 14,6), “Luz del mundo”(Jn 8,12), y no hagamos como un sobrinillo mío de tres años, que cuando su madre le enseñó el Jesusito de mi vida, ante la frase “y te doy mi corazón” le respondió “mi corazón es mío y no se lo doy a nadie”. Debemos entregar plenamente nuestro corazón a Dios, dejándonos empapar de la gracia de Dios.
Pero también hemos de tener fe en la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo. Como nos dice el cardenal vietnamita: F.X. Nguyen Van Tuan: “Ama a la Iglesia, obedece a la Iglesia, sé leal en tu relación con la Iglesia, ora por la Iglesia”. Uno de los grandes problemas de tantísimos fieles cristianos y de muchos sacerdotes es que no tienen ideas claras y no aceptan las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. En la Última Cena de San Juan, lectura que recomiendo encarecidamente como meditación para Semana Santa, Jesús nos pide una y otra vez que guardemos sus mandamientos. Si así lo hacemos daremos testimonio de Jesús con la ayuda del Espíritu Santo que se servirá de nosotros para darle a conocer. Pero en todo caso voy a terminar con unas palabras de este cardenal, cuando tras su detención por los comunistas veía derrumbarse su obra:
“Una noche, desde el fondo de mi corazón, oí una voz que me sugería: ‘¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para evangelización de los no cristianos… todo eso es una obra excelente, son obras de Dios, pero ¡no son Dios! Si Dios quiere que abandones todas esas obras, poniéndolas en sus manos, hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú; confiará a otros que son mucho más capaces que tú. ¡Tú has elegido sólo a Dios, no a sus obras!’”.
Tras un texto así, creo que lo que nos conviene es repetir la petición de los apóstoles a Jesús: “Acrecienta nuestra fe” (Lc 17,5).
Pedro Trevijano, sacerdote