Comienza la Semana de Pasión. Se cubren de luto las imágenes en muchas iglesias, y los cristianos meditamos sosegadamente los capítulos más amargos y llenos de Amor del Evangelio. Este año, durante esta semana, os aconsejo leer la Pasión de Señor según San Lucas y según San Juan, puesto que ambos relatos serán proclamados en los templos la próxima -ya muy próxima- Semana Santa.
Nos dirigimos al Calvario. Tras el Tabor y el Sinaí, es el tercer monte de nuestra Cuaresma, y el cuarto de nuestros escenarios. Su nombre y las resonancias que produce en el alma parecen hablar de un monte de dolor, de angustia, de muerte... Y, sin embargo -no nos dejemos llevar por las tinieblas-, nos acercamos al Monte del Amor. No hay lugar en toda la Tierra donde se haya derramado más ternura. “Nadie tiene amor más grande” -nos dejó dicho el Señor- “que quien da la vida por sus amigos”... Allí, en la cima del Gólgota, Él dio la vida por sus amigos. Y sus amigos somos nosotros.
Entre los enamorados, se llenan de aroma aquellos lugares en que se manifestaron las primeras muestras de cariño: “bajo aquel árbol me besaste”, “en aquel camino te declaré mi amor”, “en esa cafetería me pediste que fuera tu esposa”... Para ellos, esos lugares no son simples puntos en un mapa o en un callejero. Son santuarios, tierra sagrada y llena de vida que parece conservar el tiempo y guardar el secreto de las experiencias vividas. Ante los ojos de un cristiano, el Calvario es el lugar más maravilloso de la Tierra: “allí entregaste tu vida por mí. Allí derramaste su Sangre por este pecador que jamás mereció tanto Amor. Allí, Jesús, me robaste el corazón”. El cristiano encuentra su morada en el Gólgota, y no quisiera salir de allí jamás. Por eso el cristiano enamorado vive, según San Pablo, “crucificado con Cristo” (Gál 2, 19).
El propio Cristo sigue viviendo y muriendo allí hasta el fin de los tiempos. Abriendo sus brazos en la Cruz, tomó sobre Sí todos los pecados de la Humanidad, todos y cada uno de los crímenes y traiciones de la Historia. De este modo, abarcó en el Madero los tiempos y los corazones, hasta el último día, hasta el último hombre, hasta el último pecado. Y, rompiendo la Historia a la vez que su Cuerpo, se derramó por los siglos llenándolo todo. Somos contemporáneos de Jesús Crucificado, y cuanto hacemos, pensamos, o decimos le afecta, le hiere hasta la muerte o le consuela junto a la mirada de María.
Subiendo hacia el Calvario, es a nuestro hogar a donde nos dirigimos. Donde está el Señor, allí está nuestro hogar. Y, en esta vida, en este tiempo presente, Jesús vive y muere en el Calvario. La Cruz es Tálamo Nupcial donde Cristo y el alma se desposan, y así el dolor, la enfermedad y la muerte se han convertido, para nosotros, en manto de dulzura que recubre la intimidad de un amor eterno. Descansaremos en ese Lecho, cerraremos los ojos, abrazados a Jesús, en ese Tálamo, y despertaremos, un día, en la Luz, en nuestro Hogar Eterno, donde ya no habrá noche... En el Cielo. En la Pascua.
José-Fernando Rey Ballesteros, sacerdote