Génesis 1,26-28: La otra narración sobre el origen del hombre del Génesis pertenece a la fuente sacerdotal. Es Gén 1,26-28. En ella el varón y la mujer aparecen simultáneamente y su perfección como imagen de Dios está en la unión en el amor de dos seres con estructuras diferentes, pero complementarias, unión que se realiza con vistas a la procreación. Dios crea al ser humano como ser sexuado en su doble dimensión de varón y mujer a imagen y semejanza suya (v. 26 y 27), lo que da al ser humano una dignidad tan enorme que, para los cristianos, la protección de la vida desde la concepción hasta su fin natural no es sólo una tarea moral más, sino una exigencia que nos obliga desde el centro de nuestra fe y que tiene consecuencias directas en el ámbito de la bioética. Hemos sido dotados de racionalidad, libertad, responsabilidad y santidad, siendo además la “única criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí misma, y a la que llama a compartir su vida divina, en el conocimiento y en el amor” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica nº 66). Por ello nos dirá el Nuevo Testamento que incluso nuestro cuerpo por su unión con Cristo se espiritualiza (1 Cor 7,17), es decir es el hombre entero y no una parte de él el que está llamado a ser un ser espiritual, y que como “Dios es amor” (1 Jn 4,16), el ser humano también debe ser amor. Dios además nos destina a crecer por la procreación de hijos, siendo esta procreación a la vez un mandato y una bendición de Dios que supone que Dios crea al hombre como matrimonio y familia. Venimos ciertamente de nuestro padre y de nuestra madre y somos hijos de ellos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. En el origen de la humanidad está la familia, siendo el matrimonio el único ámbito en el que la sexualidad puede desarrollarse al servicio del amor y de la vida. El versículo final de esta narración (Gén 1,31) dice: “vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno”.
En consecuencia la sexualidad, entendida como diversificación entre el varón y la mujer, y como anhelo de integración recíproca, es algo que Dios ha querido, pues la plenitud humana no está ni en lo masculino, ni en lo femenino, sino en la reciprocidad y complementariedad de ambos, lo que supone que cada uno tiene que abrirse al otro por el diálogo interpersonal. Esta aparición de la primera pareja creada a imagen y semejanza de Dios y que además cuenta con la bendición de Dios, es presentada como teniendo un sitio en la obra de la creación y como corona de ésta, estando los reinos inferiores sometidos al ser humano, (v. 26 y 28), si bien éste no es el amo absoluto, sino que debe respetar su finalidad y ser un administrador responsable ante Dios. Todos además, incluidos los seres humanos, reciben de Dios la orden de ser fecundos.
No existe, por tanto, en los relatos de la creación ningún rastro de desprecio hacia la sexualidad humana, sino por el contrario una concepción sumamente positiva de ésta, pues no queda reducida a la simple dimensión genital, sino que afecta a todo el ser, en sus dimensiones corporal y espiritual. Los textos bíblicos enseñan que somos seres sexuados masculinos o femeninos y que la sexualidad es digna y buena, formando parte del plan original de Dios sobre la humanidad. La clave para interpretar la conducta sexual del ser humano es el amor. Creada y querida por Dios, objeto de su bendición que se expresa en la fecundidad (Gén 22,17), la sexualidad por su mismo origen es santa, y forma parte de las cosas buenas creadas por Dios.
En Gén 1,26-28 no sólo se nos presenta al varón y a la mujer como iguales, cada uno con su propia identidad sexual, sino que también se nos indica cuál es el principio y el fundamento de la igualdad: tanto él como ella han sido creados a imagen y semejanza de Dios, que les impulsa a amarse, puesto que Dios es amor (1 Jn 4,8 y 16). Iniciado a la existencia como consecuencia de un acto de amor, el ser humano tiene suma necesidad de una relación de amor. Más aún, es el ser humano completo, es decir tanto el varón como la mujer y precisamente como complementarios, pues es el conjunto de sus cualidades masculinas y femeninas, lo que está hecho a imagen y semejanza de Dios y lo que debe alcanzar su perfección en una comunidad de vida y amor.
Observemos también que para hacer al hombre Dios emplea el plural: “Hagamos”, con lo que se nos insinúa la Trinidad, que se nos revelará plenamente en el Nuevo Testamento, y que nos señala que el modelo que hemos de seguir para realizarnos como personas, es la convivencia de amor trinitaria. A semejanza de Dios, también nosotros debemos realizarnos gracias al amor interpersonal. Pero todavía con ello, no termina nuestra importancia en el Antiguo Testamento, ya que además somos representantes y colaboradores de Dios, quien nos manda “llenad la tierra y sometedla”, por lo que la misión del ser humano en este mundo exige de nosotros su transformación y mejora, puesto que encarnamos y ejercemos la autoridad de Dios con respecto a la tierra y a todo lo que vive en ella, lo que ciertamente supone una dignidad eminente, línea de pensamiento que alcanza su plenitud en el Salmo 8: “Lo coronaste de gloria y esplendor, lo hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por Ti bajo sus pies” (Sal 8,6-7).
En estas dos narraciones se encuentran ya los elementos esenciales de la idea divina del matrimonio, elementos que en la vida real estaban bastante lejos de realizarse, pues la mujer vivía esclavizada por su marido, que a menudo era su tirano, atribuyendo esta situación de perversión de la relación hombre-mujer Gén 3,16 al pecado, cuyas consecuencias para la mujer son: “Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido y él te dominará”, si bien a pesar de la pretensión del ser humano de apartarse de Dios, Dios no le abandonará.
Pero no sólo el origen de la humanidad, sino también el surgir de cada persona y vida humana se atribuye en la Biblia a la actividad creadora de Dios (Job 10,8-12; Sal 139,13-15).
Pedro Trevijano, sacerdote