I. Observaciones preliminares
Estoy muy agradecido de reunirme con ustedes, distinguidos invitados del Napa Institute. Señor Busch, gracias por la invitación y al Catholic Information Center por su copatrocinio. Mi exposición, «La imperecedera respuesta de la Iglesia Católica al ateísmo práctico de nuestra época», refleja bien lo que es vuestra misión: preparar líderes para llevar la verdad y la fe al mundo moderno a través de la liturgia, la formación y la comunidad.
En primer lugar, sin embargo, quisiera decir algo sobre la Iglesia católica aquí en Estados Unidos. He tenido el privilegio de viajar muchas veces a este país y me ha parecido un lugar de gran importancia para la Iglesia universal. Estados Unidos forma parte de lo que comúnmente es llamado «Occidente». Occidente, aunque no es la cuna del cristianismo, es el hogar de gran parte de lo que una vez se llamó Cristiandad y de gran parte de lo que se ha convertido en la sociedad moderna, cuyas raíces son inequívocamente europeas.
La identidad cultural, económica, política y, en menor medida, religiosa de Estados Unidos sigue a grandes rasgos la de Europa. Aunque Estados Unidos es fruto de la fe y de la Ilustración europeas, no obstante es único en muchos y significativos aspectos.
Con respecto al catolicismo de Estados Unidos, es bien sabido que los católicos fueron durante mucho tiempo una minoría con sus propios rasgos. Los católicos iban a iglesias y escuelas diferentes, ayunaban los viernes, celebraban los días festivos de forma diferente, a menudo vivían en barrios con el mismo origen étnico. En resumen, los católicos eran diferentes. Sin embargo, también eran orgullosamente estadounidenses. Su fe inspiraba su patriotismo. En la Segunda Guerra Mundial, los católicos lucharon y murieron por la libertad junto a sus hermanos protestantes y judíos. Fue la fe de los católicos la que inspiró tal sacrificio. Eran una minoría religiosa, firme en la fe, aunque a veces se les tratara como ciudadanos de segunda clase, o incluso peor.
Desde los años 1960, los católicos han perdido cada vez más esa identidad única propia. Ya no son una minoría con rasgos propios porque se han asimilado totalmente a la cultura estadounidense. Aquí, los católicos suelen ser primero estadounidenses y luego católicos.
Las consecuencias son evidentes. Muchos católicos tienen las mismas creencias que la población en general. Ustedes tienen un presidente que se autodenomina católico y que es un ejemplo de lo que el cardenal Gregory describió recientemente como un «católico de cafetería». Muchos de sus funcionarios públicos católicos están en la misma categoría. Muchos de sus hospitales y universidades católicos son católicos sólo de nombre. La condición minoritaria de tantas cosas católicas aquí en Estados Unidos, que proporcionaba un importante testimonio de la plenitud de nuestra fe católica, se ha abandonado en este proceso de asimilación cultural.
He visitado Estados Unidos lo suficiente como para saber que, aunque la singularidad de la comunidad católica se ha perdido a nivel macro, hay mucho que celebrar sobre aspectos específicos de esta comunidad católica. La Iglesia católica en Estados Unidos es muy diferente de la de Europa. La fe en Europa está muriendo, y en algunos lugares está ya muerta. La interacción entre gobiernos fuertemente laicistas y la Iglesia no ha dado buenos resultados para la fe allí.
Algo de eso existe en Estados Unidos, pero también hay aquí un dinamismo de la fe que no existe en otros lugares de Occidente. Lo he visto de primera mano. Como Presidente del Consejo Pontificio Cor Unum, he sido testigo personal de cómo los estadounidenses se cuentan entre las personas más generosas del mundo. Se lo agradezco. Vuestros seminarios han sido en gran medida reformados, los apostolados laicos están insuflando nueva vida a la fe, en las parroquias hay focos de vid, y mi sensación es que quienes dirigen vuestro episcopado están generalmente comprometidos con el Evangelio, la fe en Jesucristo y la preservación de nuestra Sagrada Tradición. Sin duda hay divisiones y conflictos internos, pero no hay un rechazo generalizado de la fe católica, como vemos en muchas partes de Europa y Sudamérica. Mi impresión es que hay modelos de fe aquí, en Estados Unidos, que quizá podrían ser una lección para otros países occidentales.
Dicho esto, vuestra cultura, hablando en términos generales, se ha vuelto hostil a la fe. Un ateísmo práctico se ha apoderado de vuestro país y amenaza el bien común. Sobre esto quisiera reflexionar hoy con vosotros: sobre el ateísmo práctico que está infectando Occidente y que se está introduciendo notablemente en la propia Iglesia.
II. Ateísmo práctico
Como señalé en un reciente discurso a los obispos de Camerún:
«Muchos prelados occidentales están paralizados ante la idea de oponerse al mundo. Sueñan con ser amados por el mundo. Han perdido la preocupación por ser signo de contradicción. Quizá demasiada riqueza material lleva a buscar un compromiso con los asuntos del mundo. La pobreza es una garantía de libertad para Dios. Creo que la Iglesia de nuestro tiempo está experimentando la tentación del ateísmo. No del ateísmo intelectual. Sino ese sutil y peligroso estado mental: el ateísmo práctico y fluido que constituye una peligrosa enfermedad aunque sus primeros síntomas parezcan leves».
Por ateísmo práctico entiendo una pérdida del sentido del Evangelio y de la centralidad de Jesucristo. La Escritura se convierte en una herramienta para objetivos seculares en vez de ser una llamada a la conversión. No creo que esto esté muy extendido entre vuestros obispos y sacerdotes aquí en Estados Unidos, gracias a Dios, pero cada vez es más común en otras regiones de Occidente. Demasiados no se toman en serio la fe y la tratan como un obstáculo para el diálogo.
San Pablo ya nos advirtió de ello: «Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos» (2 Tim 4,3-4).
Y sin embargo, sabemos que la fe, y en particular la Escritura y los sacramentos, nos dan la vida. Por eso San Pablo también nos encargó: «predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella, reprende, reprocha y exhorta siempre con paciencia y doctrina» (2 Tim 4,2).
En realidad no existe el ateísmo puro. Tenemos que confiar en algo. Así pues, la cuestión no es si uno cree en Dios o no, sino en qué cree; ¿cuál es su «dios»? Para muchos en la cultura secular es el sexo y todos sus derivados libertarios. Para otros, es una comprensión positivista de la naturaleza, en la que los datos objetivos son el único factor por el que deben tomarse las decisiones. Y para otros, es la riqueza, el poder, el estatus social o el activismo social.
Todos estos son ídolos corruptos y falsos por los que elevamos algo que no es el único y verdadero Dios, en toda Su majestad, amor y misericordia, de igual modo que los israelitas adoraron al Becerro de Oro. No es ninguna novedad. La creación, en sus muchas formas, siempre ha competido con el Creador por nuestra lealtad. Lo que es de particular interés es cómo este tipo de ateísmo práctico se ha infiltrado en la Iglesia. Me gustaría repasar lo que nuestros tres últimos Papas han dicho al respecto como recordatorio de que la Iglesia es la voz profética para nuestro tiempo y de que debemos permanecer vigilantes ante las voces internas que desean alterar la voz de la Iglesia para convertirla en algo aceptable para la cultura secular.
III. El papa san Juan Pablo II
El gran papa San Juan Pablo II comprendió los peligros del ateísmo como nadie. Vivió los horrores de un sistema político desconectado de Dios y todas sus consecuencias. Aunque muchos de los horrores del comunismo ateo y del fascismo ocurrieron durante nuestra vida, o al menos durante mi vida, parece que hemos olvidado sus brutales lecciones. Millones, quizás cientos de millones de vidas fueron sacrificadas por objetivos ideológicos impulsados por la pérdida de lo sagrado. Todos sabemos que la familia, la vida humana, la dignidad de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios, son lo más sagrado entre todos los seres vivos. Sin embargo, asesinatos, torturas, violaciones, familias destrozadas y tantos otros horribles pecados contra la dignidad de la persona se cometieron en nombre de mentiras que separan al hombre de Dios.
San Juan Pablo II lo comprendió muy bien y utilizó las armas de la fe contra el ateísmo que emanaba del comunismo. Por un lado ganó aquella guerra, pero por otro la guerra continúa a escala mundial y nacional, e incluso dentro de cada uno de nosotros. Como lo describió Solzhenitsyn, «la línea que separa el bien del mal no pasa a través de los Estados, ni entre las clases, ni tampoco entre los partidos políticos, sino a través de cada corazón humano, a través de todos los corazones humanos». Esta es la batalla a la que nos enfrentamos cada uno de nosotros e incluso la Iglesia la experimenta de forma escatológica. La batalla no está «ahí fuera», sino aquí, empezando en el interior de cada uno de nosotros.
Este alejamiento de Dios es algo de lo que cada uno de nosotros debe examinarse regularmente. ¿En qué o en quién encontramos sentido? Como he dicho en otro lugar: debe ser en Dios, de lo contrario nos quedamos sin nada. «Dios o nada» es el título de uno de mis libros. Esto es cierto para cada uno de nosotros, pero también para la propia Iglesia.
En una Audiencia General en 1999, Juan Pablo II habló sobre un ateísmo práctico que puede aplicarse a algunos en la Iglesia de hoy en día:
«Comenzando por la Sagrada Escritura, observamos inmediatamente que no se menciona el ateísmo «teórico», mientras que hay la preocupación de rechazar el ateísmo «práctico»... Más que de ateísmo, la Biblia habla de maldad e idolatría. Quien prefiere una serie de productos humanos, falsamente considerados divinos, vivos y activos, al Dios verdadero, es malvado e idólatra».
Lo vemos en la Iglesia cuando la sociología o la «experiencia vivida» se convierten en el principio rector que da forma al juicio moral. No se trata de un rechazo frontal de Dios, pero lo deja de lado. ¿Con qué frecuencia oímos decir a teólogos, sacerdotes, religiosos e incluso a algunos obispos o conferencias episcopales que tenemos que ajustar nuestra teología moral a consideraciones que son exclusivamente humanas?
Se intenta ignorar, cuando no rechazar, el enfoque tradicional en teología moral, tan bien definido por Veritatis Splendor y el Catecismo de la Iglesia Católica. De este modo todo se vuelve condicional y subjetivo. Acoger a todos significa ignorar la Escritura, la Tradición y el Magisterio.
Ninguno de los partidarios de este cambio de paradigma dentro de la Iglesia rechaza a Dios abiertamente, pero tratan la Revelación como algo secundario, o al menos en pie de igualdad con la experiencia y la ciencia moderna. Así funciona el ateísmo práctico. No niega a Dios, pero funciona como si Dios no fuera lo central.
Vemos este enfoque no sólo en la teología moral, sino también en la liturgia. Tradiciones sagradas que han servido bien a la Iglesia durante cientos de años se presentan ahora como peligrosas. Al centrarse tanto en lo horizontal, se deja de lado lo vertical, como si Dios fuera una experiencia y no una realidad ontológica.
Los partidarios del ateísmo práctico entienden implícitamente que la fe limita de algún modo a la persona. Toman el axioma de San Ireneo, «la gloria de Dios es el hombre plenamente vivo», en el sentido de que el fin supremo del hombre es ser plenamente él mismo. Esto es cierto si entendemos al hombre como una criatura hecha para Dios, pero los ateos prácticos ven a Dios y su orden moral como un factor limitante. Nuestra felicidad, según esta forma de pensar, se encuentra en ser quienes queremos ser, en lugar de conformarnos a Dios y a su orden.
Todo queda muy orientado al «ahora». Lo que tiene sentido es lo que resuena en el momento contemporáneo, divorciado de nuestra historia individual y colectiva. Por eso las tradiciones de nuestra fe son descartadas con tanta facilidad. Según los ateos prácticos, la tradición nos ata, no nos libera.
Y sin embargo, es a través de nuestras tradiciones como nos conocemos mejor a nosotros mismos. No somos seres aislados, desconectados de nuestro pasado. Nuestro pasado es lo que da forma a lo que somos hoy.
La historia de la salvación es el ejemplo supremo de ello. Nuestra fe siempre se remonta a nuestros orígenes, desde Adán y Eva, pasando por los reinos del Antiguo Testamento, hasta Cristo como cumplimiento de la antigua ley, hasta el advenimiento de la Iglesia y el desarrollo de todo lo que nos ha sido dado desde Cristo. Esto es lo que somos como pueblo cristiano. Todo está radicalmente conectado. Somos un pueblo que vive en el contexto de aquello para lo que Dios nos creó, algo en lo que hemos ido profundizando a lo largo de los siglos, pero que siempre está conectado con la revelación de Cristo, que es el mismo ayer y hoy. Buscar la plenitud rebajando nuestras miras a nuestra experiencia, emociones o deseos es rechazar lo que somos como criaturas de Dios, dotadas de una sublime dignidad y creadas en última instancia para Él.
IV. El papa Benedicto XVI
Esto nos lleva al papa Benedicto XVI. Él también comprendió de primera mano los peligros del ateísmo, explícito o implícito. Su trabajo como teólogo, prefecto y papa hizo especial hincapié en la vida de fe en Europa, que trató de renovar. Comprendió que Occidente estaba siendo atacado por un ateísmo desde dentro de las culturas tradicionalmente cristianas de Europa.
Fue incluso más explícito que Juan Pablo II en su preocupación por la pérdida de fe dentro de la Iglesia. Como Papa dijo:
«En nuestro tiempo se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia, entonces, se cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no existiera» (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir resulta aún más destructivo, porque lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios.» (Audiencia General, 14 de noviembre de 2012).
En una conferencia de 1958, años antes del Concilio Vaticano II, que sugiere que nuestra situación actual tiene raíces mucho más profundas que la revolución cultural de los años 1960 y 1970, afirmó:
«Lo que llamamos la Europa cristiana se ha convertido desde hace casi cuatrocientos años en la cuna de un nuevo paganismo, que crece sin cesar en el corazón de la Iglesia y amenaza con socavarla desde dentro».
La Iglesia, continuaba, «ya no es, como era antes, una Iglesia compuesta de paganos que se han hecho cristianos, sino una Iglesia de paganos que siguen llamándose cristianos, pero que en realidad se han hecho paganos. El paganismo reside hoy en la Iglesia misma» (Los nuevos paganos en la Iglesia, 1958).
Es ésta una dura crítica a la Iglesia, y sin embargo se remonta a 1958, por lo que la crítica de que existe un ateísmo práctico en la Iglesia no es ninguna novedad de ahora. No obstante, es más evidente ahora que cuando Joseph Ratzinger hizo estas observaciones y se manifiesta en el debilitamiento y pérdida de vida cristiana, o de una cultura cristiana patente, y en forma de disidencia pública, a veces incluso por parte de altos cargos de la Iglesia o prominentes instituciones católicas.
¿Cuántos católicos asisten a misa semanalmente? ¿Cuántos están involucrados en la vida de la Iglesia local? ¿Cuántos viven como si Cristo existiera, o como si Cristo se hiciera presente en su prójimo, o con la firme creencia de que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo? ¿Cuántos sacerdotes celebran la Sagrada Eucaristía como si fueran realmente alter Christus y, más aún, como si fueran ipse Christus, Cristo mismo? ¿Cuántos creen en la Presencia Real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía? La respuesta es que demasiado pocos. Vivimos como si no necesitáramos la redención por la sangre de Cristo. Esa es la realidad práctica para demasiados en la Iglesia. La crisis no es tanto el mundo secular y sus males, sino la falta de fe dentro de la Iglesia.
El proceso sinodal, especialmente en algunos países europeos, es un ejemplo de promoción de opiniones disidentes en el contexto de la Iglesia institucional. El cardenal Zen ya lo expuso claramente en su carta a los participantes en el Sínodo del año pasado, pero me gustaría añadir algunas reflexiones adicionales.
Se nos dice que el Sínodo sobre la sinodalidad es para poner en diálogo a toda la Iglesia. Quizá pueda ser un camino a través del cual el Espíritu Santo hable a la Iglesia. Eso sería una bendición. Pero preocupa, no obstante, que no sea una vía a través de la cual se ejerza el sensus fidelium.
Hay voces en el Sínodo que no hablan desde el sensus fidei. Que alguien se identifique como católico no significa que forme parte del sensus fidelium. Ser católico es más que una identificación cultural; es una profesión de fe. Tiene un contenido de fe preciso. Salirse de ese contenido, tanto en lo que se cree como en lo que se practica, es salirse fuera de la fe. Y es un grave peligro considerar legítimas todas las voces. Esto conduciría a una cacofonía de voces que equivaldría al ruido, que parece ser cada vez más fuerte en estos días. Como dijo el cardenal Ratzinger:
«Una fe que podemos decidir por nosotros mismos ya no es fe. Y ninguna minoría tiene razón alguna para permitir que una mayoría le prescriba lo que debe creer. O la fe y su práctica nos vienen del Señor por medio de la Iglesia y sus sacramentos, o no existe tal cosa» (Fe, Verdad y Tolerancia, Parte 2, Sección 1).
Esta manera de concebir la fe conduce a la confusión y a la inestabilidad. De nuevo, explica Ratzinger:
«Todo lo que hacen los hombres también puede ser deshecho por otros hombres... Todo lo que decide una mayoría puede ser revocado por otra mayoría. Una Iglesia basada en resoluciones humanas se convierte en una Iglesia meramente humana... La opinión sustituye a la fe» (Called to Communion, San Francisco, Ignatius Press, 1991, p139).
Esta actitud hacia una falsa libertad y un conformismo parece estar creciendo dentro de la Iglesia. Por ejemplo, algunos prominentes prelados han expresado su apertura a la posibilidad de la ordenación de mujeres, sugiriendo que la doctrina puede cambiar. Este es el tipo de cosas que los católicos deberían creer que son imposibles y, sin embargo, tenemos a altos cargos de la Iglesia que defienden una eclesiología que rechaza la estabilidad de la doctrina. La implicación de esto, por supuesto, es que somos libres de definir la fe como mejor nos parezca. Esto no es católico, y es una fuente de gran confusión que está dañando a la Iglesia y a los fieles. Afortunadamente, el Papa Francisco ha sido claro en que la ordenación de mujeres no es posible, pero la confusión crece en torno a estas cuestiones cuando el proceso sinodal global alienta tales consideraciones. El ejemplo de Alemania es bien conocido pero es importante recordarlo.
El cardenal Ratzinger identificó esta crisis de fe, este ateísmo práctico, como el fruto de una mala eclesiología. Así lo explicaba:
«La Iglesia de Cristo no es un partido, ni una asociación, ni un club. Su estructura profunda y permanente no es democrática, sino sacramental, y por consiguiente jerárquica. Pues la jerarquía basada en la sucesión apostólica es la condición indispensable para llegar a la potencia, a la realidad del sacramento. Su autoridad no se basa en la mayoría de los votos; se basa en la autoridad de Cristo mismo, que quiso que los hombres fueran sus representantes hasta su regreso definitivo» (Informe sobre la Fe).
Este es el meollo de la cuestión. La fe, la Iglesia, se basan en Cristo. Sin Cristo, no tenemos nada. Demasiados en la Iglesia encuentran el núcleo de la fe entre lo que opinan los cristianos. Sí, en cierto sentido formamos el cuerpo místico de Cristo, pero sólo en la medida en que vivimos en Cristo y nuestra fe se centra en Cristo.
V. Francisco
El Papa Francisco ha proseguido ese llamamiento contra el ateísmo. Lo hace de forma diferente a Juan Pablo II y Benedicto XVI, pero tiene claro que la vida sin Dios es un camino hacia la destrucción. Ya en 2015 dijo:
«En una sociedad cada vez más marcada por el secularismo y amenazada por el ateísmo, corremos el riesgo de vivir como si Dios no existiera. A menudo, las personas son tentadas a ocupar el lugar de Dios, a considerarse el criterio de todas las cosas, a controlarlas, a utilizarlo todo según su propia voluntad. Sin embargo, es muy importante recordar que nuestra vida es un don de Dios, y que debemos depender de Él, confiar en Él y volvernos siempre hacia Él» (Encuentro con la delegación de la Conferencia de Rabinos Europeos).
El Santo Padre comprende que hay bolsas dentro de la Iglesia que no viven desde el corazón de Jesús. Exhorta a obispos y sacerdotes a llevar una vida coherente con el Evangelio. Ha dicho repetidamente que el eclipse de Dios lleva a la destrucción del hombre. Tomémonos en serio su llamada a recordar a Dios, especialmente quienes estamos en la Iglesia.
VI. Observaciones finales
¿Adónde vamos ahora? Permítanme responder a esta pregunta como obispo. Los obispos deben alzar la voz y convertirse en claros maestros de la fe, dando testimonio tanto con la palabra como con la santidad de vida. La unidad de la fe viene a través del oficio de obispo, que hoy debe ser reafirmado. Hay demasiada confusión en torno a la Iglesia, y a nosotros, los obispos, nos corresponde aportar claridad para que los fieles laicos puedan ser ellos mismos testigos de la verdad.
Como dijo el papa Juan Pablo II:
«Al obispo le corresponde, en particular, la tarea de ser profeta, testigo y servidor de la esperanza… Basándose en la Palabra de Dios y aferrándose con fuerza a la esperanza, que es como ancla segura y firme que penetra en el cielo (cf. Hb 6, 18-20), el Obispo es en su Iglesia como centinela atento, profeta audaz, testigo creíble y fiel servidor de Cristo» (Pastores Gregis, #3).
Esto requiere estar dispuesto a ser un signo de contradicción (véase Lc 2:34) para el mundo contemporáneo y, sí, también para partes de la Iglesia contemporánea.
Esta responsabilidad se cumplirá a través de la correcta enseñanza y de la santidad, una santidad que está arraigada en una relación personal e íntima con Cristo. El Papa Francisco ha dicho: «¡No hay testimonio sin un estilo de vida coherente! Hoy no hay gran necesidad de maestros, sino de testigos valientes, convencidos y convincentes; testigos que no se avergüencen del Nombre de Cristo y de su Cruz (Homilía a los nuevos arzobispos metropolitanos, 29 de junio de 2015).
Permítanme terminar volviendo al punto de partida. Estados Unidos no es como Europa. La fe es aquí todavía joven y está madurando. Esta joven vitalidad es un don para la Iglesia. Al igual que la Iglesia africana, que también es joven, ha dado un testimonio heroico de la fe a raíz de ese desorientador documento, Fiducia Supplicans, y así ha salvado a la Iglesia de un grave error, la Iglesia aquí en Estados Unidos también puede ser un testimonio para el resto del mundo.
El ateísmo cultural que se ha apoderado de Occidente no tiene por qué apoderarse de la Iglesia aquí. Tenéis buenos obispos, buenos sacerdotes jóvenes, comunidades con familias católicas jóvenes y vibrantes. Debéis fomentar el crecimiento de todo esto por el bien de vuestras familias, pero también por el bien de toda la Iglesia. El Napa Institute y el Catholic Information Center son parte integrante y vital de esta misión. Merecéis elogios por lo que estáis haciendo.
Estados Unidos es grande y poderoso política, económica y culturalmente. Esto conlleva una gran responsabilidad. Imaginemos lo que podría ocurrir si Estados Unidos tuviera comunidades católicas aún más vibrantes. La fe en Europa está moribunda o está ya muerta. La Iglesia necesita sacar vida de lugares como África y América, donde la fe no está muerta.
Quizás resulte sorprendente para algunos que Estados Unidos pueda ser un lugar de renovación espiritual, pero yo creo que es así. Si los católicos de este país pueden ser un signo de contradicción para su cultura, el Espíritu Santo hará grandes cosas a través de ustedes.
De nuevo, gracias, Sr. Busch, el Napa Institute y el Catholic Information Center por esta oportunidad de hablar con ustedes hoy en el Capitolio de su país y en el campus de la Universidad Católica de América. Que la fe de su pueblo crezca para que la luz de Cristo brille más. Muchas gracias.