Como dice Jonh Lennon, con su melodía dulzona y plagada de tópicos, imagine. Ese mundo imaginado por el carismático artista; ese mundo sin fronteras, sin patria, sin creencias, sin familia, esa utopía «lennonista» (no tan lejana, como pueda parecer, de la utopía «leninista») dibuja de alguna manera el paisaje de una humanidad postcristiana. Una humanidad en la que las viejas propuestas laicistas se llevan a cabo hasta sus últimas consecuencias. Una sociedad donde las manifestaciones del Cristianismo se redujeran a su mínima expresión y, en todo caso, no fuesen nunca públicas y estuviesen encerradas en el ámbito de lo personal o, en todo caso, del pequeño grupo, de lo privado.
Esta utopía («distopía», para muchos) ya se ha comenzado a construir y, sobre todo en los países occidentales, la obra está bastante avanzada.
Pero sigamos imaginando...
Retiremos, por lo pronto, los crucifijos y símbolos cristianos de los lugares públicos.
Quitemos las fiestas que jalonan el calendario y, de alguna manera, nos organizan el transcurrir de todo el año y el ritmo de los periodos de trabajo y descanso: Navidad, Semana Santa, fiestas patronales, romerías. Además de borrarlas del calendario, podrían sustituirse por antiguas referencias paganas o por nombres inventados, como se hizo tras la Revolución francesa. Eliminemos las manifestaciones públicas y culturales que estas fiestas conllevan: procesiones, villancicos, pastorales, belenes.
Sigamos con el experimento y quitemos los nombres de raíz cristiana de personas, lugares, instituciones, empresas, celebraciones. Será una tarea difícil y engorrosa, sustituirlos por nombres laicos y neutros. El bautizo, por ejemplo, será un «Acogimiento Civil».
Y puestos a eliminar, amputemos del cuerpo social lo que el Cristianismo ha aportado al pensamiento, a la literatura, al arte, a la cultura en suma. Es decir, echemos a la hoguera La Divina Comedia, El Quijote y alguna otra minucia y, aproximadamente, más de la mitad (un cálculo generoso) de arte occidental de todos los tiempos en la pintura, la escultura, la arquitectura. La pintura de Fray Angélico, la Pietà o las catedrales se convertirán en lejanos recuerdos.
Pasemos de la cultura a lo social y clausuremos todos los centros e instituciones desde los que la Iglesia realiza su labor humanitaria y educativa: instituciones de carácter internacional como Cáritas, residencias, hospitales, centros de rehabilitación, albergues, comedores sociales, escuelas, universidades. Todas estas funciones las realizará el Estado sin ningún problema.
Y, para terminar, la guinda de este experimento: eliminemos la raíz de todo este tinglado, lo más molesto y engorroso: el concepto cristiano de persona y la dignidad radical que se deriva de este concepto. De un plumazo, como por arte de magia, nos hallaremos en una situación de libertad pareja a la del paganismo precristiano, en el que era posible y lógico el esclavismo y en el que los niños deformes recién nacidos podían ser sacrificados (nada tienen que envidiarle, por cierto, las hazañas del paganismo moderno, por ejemplo los Gulag soviéticos o el exterminio nazi de los judíos o el aborto masivo). Eliminando esta rémora nada impide el aborto libre, una eutanasia de márgenes anchísimos y cualquier experimento con la vida humana. Igualmente queda abierta cualquier posibilidad, incluso las más imaginativas y novedosas, de relación sexual o estructura familiar.
Es decir, el experimento imaginario de una sociedad radicalmente laica, a la que muchos quieren caminar como hacia una utopía, es la labor de sacar de una caja, al modo de la chistera de un mago, objetos que creemos inservibles. Sacamos uno y otro y otro… Al final, terminado el proceso, alcanzada la ansiada utopía, descubriremos que en la caja no había otras cosas y que ahora sólo nos queda... el vacío.