«Oh Dios, que nos has concedido los remedios pascuales, dota a tu pueblo de dones celestiales, para que, poseído de perfecta libertad, se alegre en el cielo de lo que ahora le alegra en la tierra».
La colecta de hoy presenta la condición cristiana en pocas palabras. Nos dice que Dios ha provisto a su pueblo de remedios pascuales en vista de un don celestial; este don estimula a su pueblo, a ti y a mí, a la búsqueda de la "libertad perfecta"; y esta libertad es, en el marco de la vida presente, un anticipo de la bienaventuranza eterna.
Debemos tomarnos en serio este imperativo de libertad.
Todos queremos ser libres, naturalmente. Pero la libertad puede parecernos esquiva. Tenemos una comprensión de la libertad que es limitada. Para nosotros, la libertad es normalmente una cuestión de ausencia de restricciones. Pensamos que una determinada circunstancia, una determinada persona, una determinada herida nos impide ser libres. Nos pasamos el tiempo quejándonos de esa circunstancia, de esa persona, de esa herida.
El planteamiento es falso. Es más, es aburrido, tanto para nosotros como para los demás.
Recuerda que Dios nunca nos pide lo imposible. Si nos invita a buscar la libertad perfecta, esa libertad nos es accesible. No depende de condiciones externas. Brota de nuestro interior.
La vida monástica es una escuela de libertad. Afortunadamente, no es necesario ser monje o monja para seguir sus lecciones; están abiertas a todos.
Podemos resumir brevemente la pedagogía monástica de la libertad en tres etapas.
Primero debemos hacer una opción preferencial por lo real. Tengo que aceptar mi vida tal como es, mi historia tal como es, a mí mismo tal como soy: es la famosa humildad benedictina. Funciona. Me hace descubrir que, con bastante frecuencia, lo que limita mi libertad no es, de hecho, lo real, sino mis sueños febriles de cómo debería haber sido lo real. Estas ilusiones me encierran en mí mismo (una prisión lúgubre), mientras que abrazar lo real me abre a la acción de Dios, Creador del cielo y de la tierra, y por tanto Señor soberano de todo lo que es. Esta es la primera etapa.
La segunda etapa me lleva a confiar en que Dios puede hacer algo maravilloso con esta realidad concreta. Su providencia es infalible. Puede hacer maravillas con cualquier cosa, incluso con el sufrimiento y la enfermedad, incluso con el pecado, si le damos a Dios libertad para actuar. Esta es la actitud de autoabandono que el monje o la monja desean practicar: la aplicación concreta del Suscipei que cantaron el día de su profesión. El autoabandono es básicamente mi afirmación de fe en la omnipotencia divina en el marco de mi propia vida.
Dios puede perfectamente hacer milagros e intervenir extraordinariamente en nuestras vidas. Pero éste no es su método preferido. Normalmente actúa como el jardinero o el agricultor de las parábolas evangélicas. Siembra, riega y escarda. Aplica buen abono en cantidades abundantes. Este método requiere de nosotros una disposición a esperar. Esta actitud no es espontánea para la mayoría de nosotros, admitámoslo. Nuestra ansia de cambio inmediato puede ser despótica. Así pues, la tercera etapa de nuestra maduración hacia la libertad es la paciencia, esa espléndida virtud que, según San Benito, nos permitirá descubrir desde dentro el misterio pascual y comprobar la eficacia de los remedios pascuales.
Si nos sometemos a esta pedagogía, conoceremos cada vez más íntimamente a Jesucristo, la Verdad que nos hace libres. Ha resucitado y ha sido glorificado. Debemos buscarlo allí donde está y no reducirlo a nuestras insignificantes dimensiones. Este es el mensaje que nos transmite el Evangelio de hoy. Las palabras dirigidas a María Magdalena en el huerto: "¡No te aferres a mí!", nos advierten contra nuestra tendencia a circunscribir la acción salvífica y la realidad misma de Dios.
Aspiremos, pues, a obtener, no una libertad fácil y artificial, sino una libertad perfecta y verdadera. Y concedamos a Dios su libertad de actuar, una libertad que necesariamente trasciende nuestras nociones limitadas.
Tenemos todo lo que necesitamos para proceder con serenidad. A nuestra búsqueda de la libertad perfecta corresponde la gracia perfecta que recibimos al ser incorporados al Cuerpo de Cristo por el bautismo. Fijaos bien en la correspondencia entre la aspiración de la colecta de hoy y la afirmación de la oración después de la comunión:
«Escúchanos, Dios todopoderoso, y, así como has concedido a tu familia la gracia perfecta del Bautismo, prepara sus corazones para la recompensa de la felicidad eterna».
Mons. Erik Varden, obispo de Trondheim, Noruega.
Publicado originalmente en Coram fratibus