Me contaban el otro día que Luis, que ahora es sacerdote y está en Perú, en medio de la selva, comentó ante el misterio de la Eucaristía: “¿Cómo alguien puede tener dudas, si es un milagro?”. Y, se mire como se mire, tenía y tiene toda la razón.
Si un ciego recupera la vista podemos buscarle mil causas, pero no negar que ahora ve. Y para comprobarlo lo someteremos a alguna prueba. Pondremos ante él algunos objetos y le pediremos que nos los describa o que nos indique los colores. Si responde bien no podremos negar que ve, aunque no entendamos cómo es posible que sea así si antes era ciego.
Con el sacramento de la Eucaristía pasa algo semejante. La Iglesia nos dice que allí está realmente presente Jesús. Pero no lo dice por revelarte un secreto que has de llevarte a la tumba, sino para que lo compruebes. Es más, lo dice explícitamente porque quiere que lo hagas. Si fuera falso estaríamos ante uno de los mayores enigmas de la historia, porque millones de personas se arrodillan ante Jesús sacramentado y aún muchos pasan horas ante él. Y aún habríamos de considerar los no escasos testimonios de personas que han entregado la vida para evitar su profanación. Como además todo eso sucede en lugares muy distantes unos de otros, la perplejidad de un observador imparcial, aumenta.
Si además consideráramos cómo esas personas han llegado a esa convicción veríamos que, en la mayor parte de los casos, a parte de darles noticia del hecho se invirtió muy poco tiempo en persuadirlos. Es decir, no cabe la posibilidad ni de autosugestión ni de encantamiento. Es algo que está ahí y que, a cualquier escéptico que aún distinga entre las acelgas y el solomillo, le movería a experimentar. Claro que tendría que hacer alguna pregunta del tipo, “¿cómo saludo?” o algo así, pero ya está.
Juan Pablo II recordó que la Iglesia vive de la Eucaristía. Por tanto se trata de algo que no sólo creemos sino que se nos manifiesta de alguna manera. Por eso podemos comulgar y orar ante el sagrario.
David Amado